A 40 AÑOS DE LA DESAPARICIÓN DE RODOLFO WALSH
“Hay un fusilado que vive”. Bien podría esta reseña comenzar así. Solo que Rodolfo Walsh murió enfrentando a sus ejecutores con un arma en la franca mano. De todas maneras Rodolfo es un 48 según la jerga quinielera. Un muerto que habla. Y no solo habla. Denuncia, impugna, golpea, apunta y dispara contra las injusticias que las clases dominantes ejercen contra un pueblo siempre postergado, manipulado, ofendido…Por Vicente Pincen
Vicentepincen.ancap@gmail.com
“Operación masacre” es la crónica de un fusilamiento. A su vez es la obra bisagra que impulsa el quiebre en la realidad del autor y desenmascara al régimen que con el nombre de “Revolución Libertadora” intentó desalojar del poder a la corrupción plebeya para restaurar la despiadada explotación oligárquica.
En el otoño de 1956 un alzamiento cívico militar fue sofocado en pocas horas por las fuerzas represivas del gobierno dictatorial de la junta conformada por Aramburu, Lonardi y Rojas. Rodolfo Walsh, a la sazón periodista antiperonista de escasa circulación en los medios, deviene testigo auditivo de alguna de las escaramuzas que dejaron como saldo varias decenas de civiles y un puñado de militares sublevados muertos en el primer episodio de una Guerra que duraría casi treinta años.
Seis meses más tarde, el oído de este “lector de novelas fantásticas” escuchará el eco de las descargas y explosiones de aquel 9 de junio, cuando alguien le susurre: “hay un fusilado que vive”. Desde ese momento nuestro hombre mudará de paradero y nombre, dejará su trabajo, portará un revolver y se alistará en las filas de las clase populares blandiendo en las batallas su desmesurada inteligencia, esa que esgrimió para decodificar los mensajes en clave que anunciaban la invasión de los gusanos a Bahía Cochinos o para desnudar los crímenes de la última dictadura con la “Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar”.
“Operación masacre” es entonces la opera prima de un hombre que ha escuchado y comprendido el lenguaje de las balas, pero se empeña en contestar con ideas hasta que no le quede otra alternativa que utilizar el idioma del enemigo.
A través de una exhaustiva y arriesgada investigación, Walsh desentierra los cadáveres de los fusilados y los hace hablar. Logra que esos muertos alcen la voz para aturdir con su grito a una sociedad ciega, sorda y muda que besa la bota que le oprime el cuello.
La trama de este libro se complementa con la perfecta urdimbre que el autor teje con excelentes descripciones de lugares, hechos y personajes, tensando con experta mano los hilos de una historia tan absurda como real.
Su lectura es enfrentarse con las bocas de los máuseres escupiendo proyectiles. Es sentir que la vida de los hombres no vale nada cuando una voz de mando golpea los tímpanos de alguien que hace de una orden (por ingrata que sea) un deber. Es toparse con la mano que descarga el golpe contra un prisionero inerme. Es sentirse insultado, como Walsh al oír pegado a su persiana el desgarrador grito de un soldadito que clama “¡No me dejen solo hijos de puta!”.
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