LAOCOONTE Y LAS SERPIENTES

Por Ernesto García

“Si primero fue la belleza de los hombres la que produjo la belleza de las estatuas, después, a la inversa, fueron las estatuas las que influyeron en la belleza de los hombres”
– Lessing

Johann Joachim Winckelmann (1717-1768), escribió en 1755 un tratado De la imitación de las obras griegas en pintura y en escultura, revolucionando Alemania y Europa. Winckelmann fue hijo de un zapatero a quién no conocía absolutamente nadie, que no había tenido la posibilidad de ver arte griego, salvo algunos pocos grabados y que, sin embargo, termina siendo considerado el fundador de la Historia del Arte y la Arqueología como disciplina moderna. Sin haber visitado nunca Grecia o Italia, se dedicó a escribir su tratado que autoedita en 50 ejemplares solamente -su dinero no le daba para más-, y aun así logró hacerse célebre en toda Alemania, casi de un día para otro. Todo lo que hizo fue hablar de arte con pasión y no con un espíritu erudito o académico, sino incorporando un lenguaje emocional. Sus famosas palabras «noble sencillez y serena grandeza» para caracterizar lo esencial del arte griego fueron determinantes para la cultura alemana en el siglo XVIII.  Intuyó una Grecia que no ha visto nunca, la inventó. Inventó un cierto concepto determinado de Grecia. Y al inventar les ofreció a los alemanes una manera de reinventarse y construirse desde otra perspectiva proponiendo un ideal estético y un ideal de sociedad.

Dice Winckelmann: «El carácter general que distingue por excelencia las obras maestras de la pintura y la estatuaria griegas consiste en una noble sencillez y una serena grandeza, que se revela tanto en la actitud como en la expresión. Así como las profundidades del mar permanecen tranquilas, por tormentosa que sea la superficie, así también, en las figuras del arte griego, la expresión denota la grandeza y la tranquilidad de alma en medio de todas las pasiones». Según Winckelmann en la escultura de Laocoonte, a pesar de expresar su horrible sufrimiento y el dolor que acusan todos sus miembros y tendones, el cuerpo y la grandeza del alma estarían distribuidos con igual vigor en el conjunto escultórico. La figura del Laocoonte y la pregunta de por qué no grita generó que fluyeran ríos de tinta intentando dar una respuesta de por qué Laocoonte, ese sacerdote troyano que por un castigo divino está siendo atacado junto a sus dos hijos, por unas serpientes marinas que le ha enviado el dios Poseidón, no grita. Por qué, a pesar de que está siendo mordido por una serpiente no tiene la boca abierta en un grito de dolor.

Lessing (1729-1781), escritor y crítico del arte alemán de la Ilustración, en su obra Laocoonte de 1766, considera que la observación de Winckelmann, sería perfectamente justa. Sin embargo, no está de acuerdo en la razón que da Winckelmann de que en las figuras del arte griego la expresión de calma es la que revela un alma grande y serena en medio de todas las pasiones. Por el contrario, en opinión de Lessing, los gritos derivados de un dolor físico, según el antiguo modo de pensar de los griegos, podrían perfectamente armonizar con un alma grande, y recuerda varios ejemplos de héroes griegos que aparecen llorando presos de sus emociones y sin que ello suponga la carencia de esa alma grande. Si conforme al pensar de los griegos, los gritos derivados de un dolor físico pueden concordar perfectamente con la grandeza de alma, la necesidad de expresar esta grandeza no puede ser el motivo que haya impedido al artista reproducir en el mármol la acción de gritar; antes bien, ha debido obedecer a otra razón para apartarse en este punto de su émulo, el poeta, el cual expresa dichos gritos con la mayor naturalidad.

Que en el rostro de Laocoonte no se muestre ese grito terrible, entonces -nos dice Lessing- no puede tener su causa en la presuposición de que la calma en la expresión es la única que revela un alma grande y, por tanto, no puede ser ese el motivo que llevó al escultor a apartarse de lo que escribió el poeta Virgilio, quien si presento a Laocoonte lanzando un grito terrible. El motivo es que «la sabiduría de los griegos le había asignado límites mucho más estrechos a la representación de los cuerpos, circunscribiéndola únicamente a la representación de los cuerpos dotados de belleza. El artista griego no representaba más que lo bello. Lo que en su obra debía encantar era la perfección del objeto mismo. Pausón, que estaba aún por debajo de la belleza vulgar y cuyo innoble gusto se complacía en expresar todo lo deforme y feo de la estructura humana, vivió rodeado de desprecio y de miseria. Conocida es la ley que ordenaba a los tebanos embellecer sus imitaciones y que prohibía, bajo pena de castigo, exagerar lo feo; ley que prohibía a los Ghezzi griegos el indigno artificio de llegar al parecido exagerando los rasgos feos del modelo; en una palabra, la caricatura. Este mismo sentimiento de lo bello había dictado la ley de los Helanodices». Asimismo, según Lessing, «entre los antiguos, hasta las artes estaban sujetas a las leyes civiles y el artista pagaba su tributo a la belleza. Ejemplo que demuestra, no cómo debe llevarse la expresión más allá de los límites del arte, sino cómo debe subordinársela a su primera ley, la ley de la belleza».

Representar los cuerpos alejándose del más alto grado de belleza era algo que los griegos no podían tolerar. «Si ahora aplicamos este principio al Laocoonte, el artista se habría visto obligado a ocultar el dolor, a reducir los gritos convirtiéndolos más bien en suspiros, no porque la acción de gritar denote bajeza de alma», como sugiere Winckelmann, sino porque la acción de gritar lo que hubiera hecho es desfigurar el rostro y lo hubiera convertido en algo repulsivo o desagradable. La simple abertura de la boca, dice Lessing, «sin hablar de la violencia y fealdad de las contracciones y gestos que imprime a todo el resto del cuerpo» y la deformación de las partes del rostro se habrían convertido en una especie de mancha y en la escultura habría aparecido una cavidad más desagradable. Por eso los escultores debieron reducir a su máximo grado la expresión de su dolor corporal. Y de ahí que en la práctica artística griega la cólera era siempre convertida en severidad. La expresión de ese rostro gritando simplemente lo habría desfigurado de manera repulsiva, incompatible con la premisa del arte griego, donde la belleza fue la ley suprema de las artes pláticas.

Este ideal griego, con el tiempo, se fue minado de muchas incongruencias e inconsistencias, precisamente porque era una invención. Una de las cosas que más les costó aceptar a los alemanes, los más filo helenistas de Europa, fue el descubrimiento a principios del siglo XIX de que las estatuas griegas estaban policromadas, es decir, estaban pintadas de colores. Si bien, la mayoría de las estatuas griegas que han llegado hasta nosotros son blancas, es simplemente porque la pintura a desaparecido, pero no porque los griegos las idearan blancas. El color implica realismo y eso es precisamente algo que no se buscaba en absoluto, lo que se buscaba era un ideal de belleza y no una reproducción realista, mimética de la naturaleza. Por otro lado, la frase de Winckelmann «el hombre es más bello cuanto más blanco sea», considerando el blanco como el color que mejor refleja la luz, el mejor de los colores, el color de la belleza, esa frase y sus efectos, podemos imaginar qué clase de consecuencias trajo, produciendo una visión falseada y distorsionada del ideal griego para la historia europea y occidental.

Sin salirnos de los límites de Grecia y su ideal clásico de belleza, la historia de Narciso, ese joven de la mitología griega de apariencia bella, hermosa y llamativa que termina enamorándose de su propia imagen reflejada en un estanque, y que, en una contemplación absorta, incapaz de separarse de su reflejo, acabó arrojándose a las aguas nos sumerge en la tragedia contemporánea de los cuerpos y el culto a la belleza: en la adoración del propio aspecto, en la relación del individuo con su aspecto corporal como punto fundamental. Anthony Giddens, en Modernidad e Identidad del Yo, dice «la palabra “cuerpo” evoca la idea de un concepto simple comparado con otros como el “yo”. El cuerpo es un objeto en el que todos tenemos el privilegio, o la fatalidad, de habitar, la fuente de sensaciones de bienestar y placer, pero también la sede de enfermedades y tensiones. Sin embargo, […] el cuerpo no es sólo una entidad física que “poseemos”: es un sistema de acción, un modo de práctica implicado en las interacciones de la vida cotidiana».

En sociedades de gimnasios como las nuestras, el cultivo excesivo del cuerpo por la observación de una dieta, la forma de vestir, la apariencia del rostro y otros factores es una cualidad común en las actividades del estilo de vida en la vida social contemporánea. El cuerpo se esfuerza incansablemente en el gimnasio, se entrena en soledad sin esa dimensión de comunidad, se vuelve objeto de moda, se deshumaniza. En sociedades donde la mayor gratificación se la lleva el atractivo físico, los ejercicios se convierten en un castigo prolongado produciendo un falso sentimiento individual de perfección. El narcisismo, dice Giddens, «debería considerarse en términos clínicos como una más de las patologías del cuerpo que la vida social moderna tiende en parte a fomentar. En cuanto deformación de la personalidad, el narcisismo tiene orígenes en un fracaso en el propósito de lograr la confianza básica». En un mundo de incertidumbres cada vez más acentuadas «una persona así será probablemente incapaz de considerar acertadamente los riesgos que suponen las circunstancias de la vida moderna. Es presumible que dependa del cultivo del atractivo corporal y, quizá, del encanto personal como medios para intentar controlar los azares de la vida».

El predominio del narcisismo en la modernidad tardía pone en tensión la relación entre el mundo de las imágenes comerciales, mercantilizadas, a menudo muy poderosas, y las respuestas reales de los individuos. Los regímenes de belleza a los que está sujeto hoy el cuerpo sobrepasan los límites de nuestra humanidad originaria y se imprimen como normas en la apariencia corporal marcando todas las características de la superficie del cuerpo, incluidas las formas de vestir, adornarse, etc. La opresión sobre los cuerpos, como las serpientes que aprisionan al Laocoonte, intentan ahogar y asfixiar toda originalidad, naturalidad y resistencia.

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