Por Ernesto García
Carlos Real de Azúa (1916 – 1977) fue un abogado, profesor, crítico literario, historiador y ensayista uruguayo, nacido en Montevideo y una de las figuras centrales de la generación del 45: grupo de intelectuales que desarrolló su obra entre 1940 y 1960 y que fue muy crítico con su realidad histórica.
Una de las publicaciones que mejor representó a este grupo fue Marcha, el semanario cultural fundado en 1939, cuyo objetivo fue brindar un análisis inteligente y agudo de la realidad nacional. El año 1939 fue importante por dos hechos: la fundación del semanario Marcha por Carlos Quijano y la publicación de la novela El pozo de Juan Carlos Onetti.
La generación del 45 desarrolló su obra en la literatura, pero también abarcó la crítica, la música, el teatro, la filosofía y las artes plásticas; cuyas características comunes fueron la reflexión sobre la vida en la ciudad, el análisis sobre los hechos cotidianos y privados de las personas, y una cuota de insatisfacción y crítica sobre la realidad.
Los intelectuales del 45 no tenían la misma ideología política, pero compartían, desde diferentes puntos de vista, el análisis crítico de su época. Criticaron la imagen de país feliz que se construyó en la década de 1940, la época de las vacas gordas: el auge económico, junto al triunfo de la selección uruguaya en el Maracaná en 1950, dieron la sensación de vivir en un período maravilloso. Entre sus principales representantes estaban Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, Carlos Maggi, Carlos Martínez Moreno, Idea Vilariño, Juan José Morosoli y Joaquín Torres García. Todos ellos, junto a Carlos Real de Azúa, no solo se encargaron de contar y mostrar los defectos y miserias de la Suiza de América, también hicieron aportes fundamentales a la cultura uruguaya: introduciendo la cultura de la excelencia y el rigor, levantando los niveles de exigencia intelectual, atacando la ingenuidad y el conformismo, denunciando la falsedad de una sociedad que empezaba a quebrarse.
En Antología del ensayo uruguayo contemporáneo, Carlos Real de Azúa, intenta darnos las herramientas para una clasificación objetivable sobre el género. Considerado por largo tiempo como un «no género» el ensayo se presenta, principalmente en América Latina, como un tipo de producción que supo transmitir desde sus comienzos los problemas de la identidad nacional y Latinoamericana. Definir el «ensayo», dice Carlos Real de Azúa, es una tarea que incita a la perplejidad y reclamaría a la omnisciencia. Recopilaciones críticas, monografías literarias, antologías, tratados -de pedagogía, de sociología, de lingüística-, investigaciones filosóficas, «artes de vivir», inclasificables divagaciones se codean allí en una feliz, desprejuiciada, inquerida heterogeneidad. Para ciertos criterios todo lo que no es prosa, narrativa o teatro es ensayo. La prosa que cabría llamar «no-narrativa», conceptual, ajena al hilo enhebrador de la ficción, esos textos, se presentan con apariencias tipológicamente más elusivos, con autores menos nítidos.
Si se recorren las viejas perspectivas es posible comprobar que toda la prosa, narrativa o no, imaginativa o no, ocupaba un lugar marginal, ínfimo, epigonal. Si la novela y el cuento encontraron con posterioridad su propia teorización; si la teoría de la ciencia y sus medios de exposición se afinan hasta alcanzar rigor y precisión filosóficas; si la propia filosofía se hizo consciente de la variedad, de la individualidad de sus cursos de pensamiento, si algo semejante ocurrió con la crítica (artística, literaria), en medio de todas ellas quedó un vasto, peligroso, desnivelado vacío. Un área que tiene contacto con todas sus vecinas, que a todas en parte roza, invade y se deja invadir. Apenas nominable. Con una historia -si rica, si ilustre- de una dezasonadora anarquía, de una multiplicidad aparentemente loca de ambiciones, de blancos, de medios, de técnicas, de propósitos.
Cuál es el denominador común de esa variedad. Recapitúlese lo que como inequívoco ha sido considerado «ensayo». Desde los orígenes con los «Essais» de Montaigne y los «Essays» de Bacon. También «El príncipe» de Maquiavelo y el «Elogio de la locura» de Erasmo, sin dejar de mencionar la constelación de los ingleses, con los primeros periódicos y periodistas del siglo XVIII en los que el género, lenta, perezosamente, se va desglosando. Tras ellos los nombres de la ensayística del XIX: de Quincey, Carlyl. Taine, Gourmont, representantes del ensayo francés. En el siglo XX, todos, prácticamente, los que han pensado al hombre y el mundo, el pasado y el presente fuera de los cánones de la ciencia, la filosofía, la historia o la crítica. Y toda, aún, una tradición española e hispanoamericana que ilustraron Montalvo y Sarmiento y que reverdeció con textos de Unamuno, de Ortega y Gasset, con los Siete ensayos de la realidad peruana de Mariátegui, con los Seis ensayos en busca de nuestra expresión de Pedro Herníquez Ureña. El antologista del ensayo, como la paloma de Kant, que necesita el aire que la sostenga, necesita también, él, tener una noción firme del material sobre el cual habrá de elevarse, de los textos entre los que podrá deslizarse.
Inicialmente, el ensayo parece un género ilimitado. Se alimenta de una variedad, de una universalidad temática prácticamente ilimitada. Su especificidad como agencia verbal del espíritu y su modo peculiar de ataque es lo que permiten caracterizarlo. Un tipo literario tan poco normado, tan poco consciente del peso de una tradición que, si se rastrea en los ilustres orígenes de Bacon y Montaigne, no es imposible advertir que los dioses tutelares de la expresión ensayística fueron probablemente dos. El deseo de reaccionar contra el esoterismo, la solemnidad, los alcances forzosamente restrictivos, la ambición conclusiva de los grandes tratados escritos en latín fue el primero. El segundo, imposición renacentista, influjo del “aire de la época” fue la voluntad de situar el tema del hombre en el centro de la meditación del hombre, la prioridad antropológica y aún antropocéntrica, el afincado pensar sobre el todo aquello que caracterizan al hombre como algo más que pura naturaleza. Ser una reacción entonces contra lo dogmático, pesado, riguroso, completo, excesivamente deliberado; optar por el fragmentarismo, la libertad, la opinabilidad, la improvisación, la mera tentativa, marcarán al ensayo.
El curso del pensamiento que lo crea, que lo ordena, está dado por el pensamiento mismo y no por la espacialidad, la temporalidad o la ficción que suelen tejerse en sus telares. Dos rasgos indispensables del género son: su carácter personal y su índole artística o literaria. Porque el juicio, la opinión, la doxia que el ensayo porta van cargados con los zumos más íntimos del autor, develan su personalidad, valen por su efusión, implican el compromiso vital del opinante, se sitúan antiapodícticamente de toda objetividad, de toda neutralidad, de todo conocimiento socializado. Y quien dice personalidad, dice originalidad, dice perspectiva, punto de vista incanjeable, construcción no repetible y, en suma, poesía. El carácter literario del ensayo puede ser más o menos notorio en cada texto según la concepción que de la literatura se tenga. Al faltarle el hilo de la ficción, al penetrar en sus temas -junto con todos los resplandores de la intuición y los misterios de la ocurrencia– con un inequívoco aparato conceptual, el ensayo se sitúa en un tornasol entre “lo literario” y lo “no-literario” que parece ser unos de los signos más fijos de su destino. Portando además la realización y exploración consciente del medio verbal, el sentido de la ambigüedad y la connotatividad del lenguaje, el esporádico interés en el signo por el signo.
Siendo el de la “libertad” uno de los vocablos más ambiguos, más polivalentes, más maltratados, conviene precisar que la libertad formal e intelectual del ensayo es, más que nada, cierta flexibilidad que evita el discurso rígido, que aún soslaya el estricto ajuste a un tema concreto y a un curso preestablecido, que se despega de ellos, que hace del texto, pretexto, que muchas veces lo aprovecha, estribándose así en él, para reflexiones posteriores, que es movido por las luces variables -a veces caleidoscópicas- de intenciones y de razones, de ideas, de propósitos y de ocurrencias. Siempre atraerá a la actitud ensayística cierta digitación de posibilidades aparentemente superfluas, cierto afán de experimentar, de “ensayar” reflexiones, de probar contactos, cuya eventual remuneración es inicialmente inmedible. Variaciones que comienzan y terminan donde quieren y como quieren y a las que son – a su vez- adosable el tan apuntado fragmentarismo del ensayo. Pero si el ensayo no sigue siempre una trayectoria estricta siempre es discurso en cuanto tipo de marcha, en cuanto capacidad de derivación, de prolongación, de construcción. El ensayo tiende así casi siempre, desde principios modestos y a veces meras ocurrencias, a una amplificación más ambiciosa de la verdad encontrada, de la afirmación que se postula.
Con todo, si es consciente de sí mismo, se sabe mortal. No puede perder nunca -completamente- su característica de tentativa, de aproximación, de punto de partida, de borrador, de ensayo. El ensayo como “prueba” del experimentalismo de Francis Bacon, pero con una trayectoria posterior que lo hurta justamente a los caudalosos instrumentos de prueba que el conocimiento ha ido acumulando; que lo identifica con ciertas formas de pereza que se sustraen justamente a esa labor de corroboración hoy posible y lo dejan en brillante decir casual. Tal rasgo no prejuzga de cada autor. La ciencia emplea la hipótesis y ésta puede no resultar muy distinguible de los meros postulados, de las verdades “a enriquecer” que el ensayo contiene. El postulado ensayístico es la persuasión. Una persuasión que se convertiría así en el efecto específico del ensayo junto al asentamiento de la ciencia, a la convicción a que apunta la novela y el teatro y a esa identificación mágica, en sus más altos momentos de poesía.
Pero la libertad del ensayo tiene también una expresión (otra expresión) que es medular a ese “estilo de pensamiento”, o a ese “curso del pensar” que el ensayo importa. Tiene que ver con el fundamento y es, para algunos, la nota diferencial que lo deslindaría de la estricta “filosofía”. El ensayo, así, no es pensamiento fundado, es decir, no tiene la necesidad de fundarse a sí mismo como, con toda deliberación y todo rigor, la filosofía tiene que hacerlo. Toma, en cambio, los supuestos o el pensamiento ya dado, lo recibe desde afuera sin alterar sus fundamentos, lo “repiensa”. Otras veces, más modestamente todavía, se limita a utilizarlo tal cual como, conclusivamente, se le ofrece y, así, refracta con él todo el cambiante panorama del mundo, la vida, los hombres. Lo que casi nunca el ensayo acepta es seguir rigurosamente esos supuestos, obedecerlos con la militar disciplina con que la Filosofía admite hacerlo y a los que aquel se hurta como si una tal, y unilateral, compulsión lo amenazara de asfixia. El ensayo es, intuitivamente interdisciplinario. Tiende a hacer coexistir distintos planos y distintos ordenes de ideas; con la atención afincada sobre un objeto o un tema. Convoca diferentes puntos de vista que pueden lograr el impacto iluminador que la metáfora alcanza.
Hoy de casi nadie se dice que es un “ensayista” y sí que es un historiador, un crítico, un filósofo, un sociólogo, un periodista. Por poco que los usos sociales del lenguaje alumbren vetas más profundas de valoración, parece decisivo este traspaso de una calificación por “tipo de hacer” o una calificación por zona de conocimiento o por abordaje específico de la realidad. Es clara la tendencia de los saberes informales a deslindar un dominio específico, a trabajar con métodos fijos, a poseer un vocabulario técnico, a alcanzar por medio de leyes (o más modestamente, de regularidades) de tipo explicativo, descriptivo, previsor, un conocimiento dotado de ciertas características (objetivo, riguroso…). Este imperialismo (a veces fútil, pretencioso, superpositivista) de las ciencias, esta aspiración de todos los saberes a jerarquizarse como tales, es particularmente decisivo en cuanto al destino del ensayo. Pues, paradójicamente, ocurre que, si éste tiene en común con las ciencias la apetencia por la verdad, el uso del lenguaje como signo, el concepto como herramienta de aprehensión, la identificación sólo llega hasta aquí y el conflicto empieza en zonas que el ensayo tocaba tradicional y confiadamente, materias que hoy se sistematizan en ciencias culturales, históricas, humanas. Esos saberes que se vertían con toda naturalidad, sin inhibiciones por la vía de la ensayística a medida que se van sofisticando en ciencias, a medida que devienen conocimiento acumulativo y socializado harán (hacer) más sospechosos de improvisación, de tanteo, el que por la vía de la ensayística se siga expidiendo. Registrando el hecho y no la justicia de la sospecha, contra lo que podría replicarse que casi todas las hipótesis que aquellas ciencias tratan de confirmar es de la ensayística que salen y de la penetración de unos autores que no se sienten muy tentados por la impersonalidad. Lo que hace “ensayístico” a un discurso o un artículo es cierta potencial, siempre presente capacidad de generalización, desde lo concreto; una capacidad que le da duración a lo que es fugaz, permanencia, necesidad a lo contingente.
Así pues, el ensayo es una agencia verbal del espíritu, del pensamiento, del juicio, situado en las zonas fronterizas de la Ciencia, de la Literatura y de la Filosofía. Pero dotado también de una serie relativamente inequívoca de modalidades. Unas modalidades que lo distinguen de las Ciencias, tanto físicas, naturales, exactas como de las del Hombre, del Espíritu, Históricas, Culturales. Unas modalidades que los distinguen de la literatura más típica y central por falta de núcleo ficticio y la abundancia de elementos intelectuales y argumentativos. Una modalidad que lo distinguen del poblado mundo de las ciencias aplicadas, de las técnicas y de las “artes” (de la pedagogía, por ejemplo, de los textos didácticos). El ensayo es oportunidad, circunstancia, actividad de expresión.