Por Juan Alberto Pérez
El crimen del chofer de la línea 620 ha disparado un debate nacional acerca de la seguridad en las calles. Sin embargo, medios, periodistas y opinólogos no hacen foco en la problemática de fondo. Mientras continúe la desigualdad social habrá muchas más víctimas.
Leandro salió el domingo de su casa a trabajar, a pesar de su día franco, para tener libre el lunes y poder estar en el cuarto cumpleaños de su hija. Eran las cinco de la tarde, todavía faltaban 45 minutos para que el referí pite el inicio del partido en el estadio monumental, donde River, el club de sus amores, jugaría contra Rosario Central. El interno de la línea 620 que conducía Leandro transitaba la localidad de Virrey del Pino cuando dos sujetos, sin mediar palabra le dispararon a quemarropa.
Todo inició, según cuentan los testigos, cuando los asesinos no tenían crédito en su tarjeta para pagar el boleto y Leandro no quiso llevarlos. Allí una mujer, prestó su tarjeta SUBE para que los criminales puedan viajar. Acto seguido, uno de los sujetos le dice a Leandro “Ya vas a ver”. La unidad del 620 siguió su camino y cuando los criminales llegaron al destino, uno sacó su arma y efectuó dos disparos que terminaron con la vida del chofer.
Leandro Miguel Alcaraz tenía 26 años, una hija de 4 y toda una vida por vivir. Había comprado su casa hace poco y trabajaba de chofer hace tres años y medio. Era un laburante, un trabajador asesinado en su puesto de trabajo. ¿Los culpables? Por supuesto que los que efectuaron los disparos sin medir que se llevaban puesta la vida de una persona. Pero esto nos insta a analizar que factores están llevando a nuestra sociedad a esta violencia feroz sin conciencia alguna.
Es vox populi que la juventud, sobre todo de los estratos sociales más vulnerables, se encuentran en un riesgo muy alto. Las condiciones de vida, las oportunidades que da la sociedad y las contenciones que debe garantizar el estado están totalmente borradas desde hace muchos años. Así es que, los pibes desertan de la escuela e intentan conseguir un trabajo para poder ayudar a sus familias, en muchos casos destruidas como resultado de políticas de ajustes, de despidos y de hambre. Al cerrarse las puertas para los pibes de los barrios pobres quedan pocas alternativas. La droga, las armas y la delincuencia están ahí, esperando que el marco social se quiebre y estos pibes sean carne de cañón para los negocios del bajo mundo.
A una persona que crece violentada por los castigos de una cultura que te margina por tu lugar de nacimiento, por tu color de piel o por tu forma de vestirte, de a poco se le va perdiendo la sensibilidad y le da lo mismo la vida de los demás y la propia. Esto lo genera la desigualdad social.
En Argentina, según un dato del INDEC de 2016, el 10% de la población más rica recibió ingresos promedio 25,6 veces más altos que el 10% más pobre. O sea que la brecha entre ricos y pobres se agranda cada vez más. De hecho, según este mismo organismo, en el segundo trimestre de 2017 la pobreza alcanzó al 25,7% de la sociedad, o sea, 7.079.764 personas. Y la indigencia el tremendo número de 1.323.747. Entendiendo por indigencia a quienes no cuentan con ingresos suficientes como para cubrir una canasta de alimentos capaz de satisfacer un umbral mínimo de necesidades energéticas y proteicas. Si comparamos estos datos con la última medición del kirchnerismo, en 2013, la pobreza era de 4,7% y la indigencia 1,4%. Y en 2001, año en que cayó el gobierno de De la Rúa y se desató una crisis institucional sin precedentes en el país, los índices versaron en el 38% la pobreza con 24% de hogares pobres; y la indigencia el 13%.
De todos modos, como son cuestionados los números del instituto público de estadísticas y censos, tomando los datos del Observatorio de la Deuda Social de la UCA, en 2017 31,4% de la población es pobre, hablamos de unas 13,5 millones de personas. Y el 5,9% es indigente, o sea, 2,5 millones de argentinos. Y marca que en 2015, la indigencia fue de 5,7%.
Para la UCA casi la mitad (48,4%) de los argentinos de entre 0 y 14 años es pobre. Además en los últimos siete años la pobreza infantil nunca bajó del 35%. El 35,3% de las personas de entre 15 y 29 años es pobre y el 6,6% es indigente. Números fríos que se pueden contrastar muy fácilmente en la realidad diaria. Sólo con salir a la calle uno se enfrenta constantemente con personas durmiendo en las veredas, o hurgando en la basura para poder conseguir algo para comer. Estos números demuestran el principal factor generador de violencia social. La desigualdad y la pobreza estructural, sobre todo en la juventud, causa violencia.
Continuando con la línea de la Universidad Católica Argentina, en un estudio de 2016 sobre condiciones de vida, consumos problemáticos y seguridad ciudadana de jóvenes en villas y asentamientos encontramos datos escalofriantes. Allí se detalla que el 42% de los jóvenes que viven en villas y asentamientos del conurbano bonaerense no tienen el secundario completo. Y solamente el 27% tiene el nivel de educación primaria completo. Sólo el 6% llega a acceder a una educación superior, terciaria o universitaria.
Además, la mitad de los jóvenes viven en hogares con necesidades básicas insatisfechas (50,7%) y bajo la línea de pobreza (50,6%). Estas condiciones se agudizan entre las mujeres, especialmente aquel las que tienen responsabilidades familiares. Solo una de cada tres jóvenes (35,2%) logró completar sus estudios secundarios, y solamente el 7,4% accedió a estudios terciarios o universitarios.
Esto genera exclusión, y problemas a la hora de poder conseguir trabajo estable. La tasa de desocupación entre estos jóvenes es del 21,7%. Y solamente el 9,5% de los jóvenes se encuentran ocupados con un empleo formal de calidad. Por otra parte el 29% se encuentran inactivos.
Esta situación pone a esta población en un estado de riesgo profundo. Vulnerables a flagelos como la delincuencia y la droga. El 43,7% de los jóvenes declara haber probado alguna drogas en aunque sea en una oportunidad. Esta situación se ve agravada por la estigmatización que se hace sobre este espectro de la población. Cuando se reeditan los discursos punitivistas de mano dura y baja de edad de imputabilidad se intenta tapar a sangre y fuego la problemática de fondo. La cuestión no es “muerto el perro, se acaba la rabia”. Siempre que existan condiciones de desigualdad, y escasas políticas de inclusión social para el desarrollo de los estamentos más vulnerables de la sociedad, la violencia en las calles prosperará. Se ha demostrado ampliamente que las sociedades que han disminuido su nivel de violencia no lo lograron con más policías en las calles, sino con menos personas en las calles y más espacios de contención social. El capitalismo es una máquina de picar carne y los más vulnerables son los más damnificados. Si no hay una política pública que funcione como malla de sujeción de los individuos seguirá existiendo violencia.
El crimen de Leandro Alcaraz tiene culpables, que son los criminales que deben pagar su culpa. Tiene responsables que es un Estado incapaz de contener a los jóvenes y los deja a merced de flagelos como la delincuencia y las drogas; y tiene víctimas, como la familia de Leandro que por estas horas llora la pérdida de un ser querido; el pueblo trabajador que ve otro compañero perdido en el cumplimiento de su tarea; y la sociedad en su conjunto, que por la incapacidad o la falta de decisión de políticas públicas de todos los gobiernos en los últimos treinta años no le brinda la seguridad necesaria para poder vivir en paz.
Para comentar debe estar registrado.