Por Federico Firpo
La realidad social, o mejor dicho la realidad socialmente impuesta, puede impregnarse, funcionando incluso más rápido que la realidad más justa y es (justamente) eso lo que hay que extirpar si de justicia social es de lo que queremos hablar.
Alguien, algunos, desde algún lugar, han sabido generar el marco que determina, a expensas de nuestro mundo, la permanencia de sus propios beneficios, sus propios privilegios, sus propias necesidades. En este sentido, no está de más volver sobre la consigna, las veces que sean necesarias. No está de más, una y otra vez, hacernos las mismas preguntas. Nos hemos encontrado en el punto de vivir con naturalidad cuestiones que, para el bien de otros, a quienes ni siquiera conocemos, nos llevan a hacernos daño a nosotros mismos. El motor del cambio puede que ahí mismo esté, todo el tiempo y que, aunque sea como fantasma, azote el extremo de los abusos. Quizás sea hora que nos demos cuenta que somos muchos más los que nos vemos un paso atrás de la concreción de nuestros propios futuros.
En este mundo, tal como ahora lo conocemos, se ha formado, con intenciones de eternidad, educadores prejuiciosos. Permitiéndose así, para sí, contratar los servicios de una mitad de los agolpados, mandándolos de esta manera a combatir contra su propio espejo, es decir, su otra mitad, esos que desde adentro y sin saberlo, han quedado afuera. Controlar a unos, a través de otros, sin siquiera mover un ápice de meñique. Se ha ganado en la generación de impaciencias que nos lleven a creer y asimilar a la dignidad con la pobreza, despojando, sin embargo, de todo análisis, a lo indigno ligado con determinadas “riquezas”.
La condena violenta al cambio, lo que esconde en realidad es el miedo a una posible resistencia. La imposición por la fuerza, estuvo ya desde arriba establecida. Con un sistema que de tanto en cuando un poco nos da, sabremos que sólo vivos podremos servir, sólo así, agitaremos lo inexistente de nosotros en sus banderas. Vivido para nutrir las cosechas al Rey, viviendo para ser electorado de turno que permita el “ser hoy”. Elementos funcionales que, a pesar de no ser ya esclavos, vamos quedando adecuados a la voluntad de normalizar conductas que nos alejen incluso de nuestro propio ser.
En la lucha por ser superiores y sin saber siquiera respecto de qué, solo ante el hecho de separarnos de todo lo que nos rodea, desabrirnos permanentemente ante todo lo que en esencia pudimos ser, convirtiéndonos sencillamente en individuos solitariamente miserables, poniéndonos en situación de reconocer que probablemente no hayamos hecho nada por correspondernos contra esa condena firme. Viviendo para el mandato de ese que nos necesita desposeídos, desunidos y despojados de esta, nuestra única vida. Peor aún, sin lograr ser conscientes del germen de la semilla que va quedando. Extraña creación enraizante de vidas destructoras.
Y entonces, mientras a las corridas se nos pasa, entre cabezas y cabezas pisadas, la hora de la verdad, la soledad de ese instante final de cada día podrá devolvernos a la pregunta de: dónde habrá quedado ese mañana que nunca llegó. Dudando entre si vale la pena, o no, seguir hipotecando nuestro presente en aras del orgullo de poder brindarle un mejor futuro a quien jamás supo ser de nosotros.
Dichoso aquel que sepa dar vuelta de rosca, para que la tranquilidad de una persona, que está siendo típicamente sofocada, termine por asfixiar a los sofocadores, porque, en definitiva, de eso se trata vencer al curro del miedo, al curro de los que juegan con el tiempo de las mayorías.