EL ESPECTÁCULO DE LA TRAGEDIA

Por Ernesto García

“El mundo se ha hecho triste porque un títere estuvo un día melancólico.”

“Pues ¿qué es la Naturaleza? La Naturaleza no es una gran madre que nos haya parido. Es creación nuestra. Es en nuestro cerebro donde cobra vida. Las cosas son porque las vemos, y lo que vemos, y cómo lo veamos, depende de las Artes que nos hayan influido.”

– Oscar Wilde

El cine puede poner en evidencia los fenómenos en apariencia más significativos de la vida cotidiana. El ser humano víctima del desencantamiento del mundo, de la racionalización social, testigo de la desacralización de todo, sigue buscando dioses, si no los encuentra en un templo, los busca en Netflix, cree con fe ciega la idea de que es posible escapar a la mecanización recurriendo solo a medios espirituales. Los hombres se afanan por construirse una esfera privada, ideal, en la que puedan hallar un romántico refugio de la infelicidad material y pública; de huir de una realidad considerada como inmodificable que explica el afán de diversiones que las clases medias experimentan durante el tiempo de ocio.

Una vez terminada la jornada laboral, si es que tienen trabajo y si no también, esperan encontrar una realidad mágica en la industria de la diversión. El cine, puede ser el instrumento privilegiado para captar la superficie de la vida, constituirse en espejo de la sociedad vigente o distorsionar la realidad con vistas a proporcionar a las clases medias un instrumento para “distraerse” de la cotidianidad alienada, pintando color de rosa las instituciones más negras, y taponando los ojos. El cine puede funcionar, a veces mucho mejor que la religión, como “el opio del pueblo”, en la medida de que parece un entretenimiento orientado a adormecer la inteligencia, con el que las masas gustosas se dejen anestesiar con tanta complacencia escapando de la realidad.

No pareciera ser el caso de Sorry, we missed you, película dirigida por el mítico director Ken Loach, cuyo título podría ser el mensaje grabado en el reverso de una postal británica. Un mensaje que describe con un realismo y una lucidez extraordinaria las miserias detrás de la fachada de la sociedad inglesa. Es la historia cotidiana de una familia acorralada, de las penurias de la clase trabajadora luchando en medio de la precariedad para ganarse la vida, intentando sobrevivir, una década después a la crisis financiera de 2008, cuando el Estado intervino para mantener a flote el sistema bancario de la mano –invisible- de los ideólogos del neoliberalismo. Es la consumación del modelo thatcheriano, del proyecto neoliberal que vino a penetrar en el espíritu del ser humano y a fragmentar la subjetividad. “La sociedad no existe”, dijo Margaret Thatcher. “Hay hombres y mujeres individuales, y hay familias. Y ningún gobierno puede hacer nada si no es a través de la gente, y la gente debe cuidar ante todo de sus propios intereses.”

Es una película, dura, cruda, difícil de ver sin sentir la asfixia que envuelve a los protagonistas. El realismo social de Ken Loach muestra que cada individuo es consciente de su situación, pero que, sin embargo, no puede gobernarla ni modificarla. Una familia acechada constantemente por el miedo y la incertidumbre del mañana. Donde el caos y la aceleración alteran la percepción y el entendimiento. Un mundo de la vida que se vuelve cada vez más rápido y complejo, en el que, en un breve período de tiempo, todo se ha visto trastocado: el trabajo, las emociones, la percepción, los afectos. Un mundo en el cual, aun trabajando catorce horas diarias en condiciones casi de esclavitud, parece imposible escapar del universo de la competitividad y la productividad, y donde solo se levantan los barrotes del agotamiento y la autoexplotación.

El protagonista Ricky Turner (Kris Hitchen) es un hombre que está intentando empezar de nuevo con su vida trabajando como repartidor autónomo; mientras que su esposa Abbie Turner (Debbie Honeywood) trabaja como cuidadora de enfermos y ancianos, en un gremio mal pago y de auge en sociedades envejecidas. Ricky encarna a la víctima del terror patronal del nuevo modelo social; la transformación de una clase obrera degradada en una especie de empresario de sí mismo. Al comienzo de la película el empleador, personificación de la ideología actual, le dice al protagonista: “no trabajás para nosotros, trabajás con nosotros”. Diálogo que describe hasta qué punto la perversión del lenguaje se convierte en instrumento para legitimar un modelo económico, social y laboral perverso que promete supuestas oportunidades infinitas de éxito, exaltando el culto del individuo como guerrero económico. Un modelo donde las empresas ya no asumen riegos, sino que es el trabajador el que pone en riego su capital, como es el caso del protagonista que debe vender el auto de su esposa para poder comprar la camioneta con la que hacer los repartos.

En otra escena de la película muestra al matrimonio teniendo una conversación en la intimidad de su dormitorio donde la mujer le cuenta a su esposo un sueño recurrente. En el mismo, ella se ve hundiéndose, mientras sus hijos intentan sacarla del pozo. Aquí aparecen representados los sueños del sujeto preso también de la devastación, el agotamiento y la angustia laboral y económica que genera el capitalismo, colonizando la vida onírica de la población. Así pues, el ámbito familiar interior es invadido. La desestabilización de todo lo estable desestabiliza todo modo de vida. Se convierte en una precariedad vital, inherente a la vida, crónica, radical, donde el tiempo de ocio, el descanso, la sexualidad y el erotismo se extinguen como la vida del planeta, devastado por el capitalismo.

Abbie, la esposa de Rick, visibiliza el rol de los cuidados, el valor de los mismos que, hasta no hace mucho tiempo, eran considerados no trabajo, invisibilizados, por fuera de la esfera mercantil y no tenidos en cuenta como actividad fundamental en la reproducción de la vida. Sin embargo, en la película se puede ver que la respuesta y el reconocimiento de su valor fue mercantilizarlos. La protagonista es víctima del modelo británico de la tercerización de esos cuidados, sin horarios fijos y a disposición de la empresa en todo momento. La idea de que la sociedad debe ser administrada como una empresa es replicada en la salud. A pesar de ello, la dedicación que la protagonista pone en su trabajo refleja el valor emocional de los cuidados, que cuidar es establecer relaciones afectivas, no mercantiles, con las personas. Ella, a diferencia de su esposo, está más cerca de la lucha por la vida que del mercado. Es la conexión con las generaciones anteriores, con los que tienen mucho para contar. A través de ella se da la revalorización de los mayores abandonados, magullados por la experiencia de las luchas pasadas y de una cultura obrera de reivindicaciones. De una estructura de solidaridad obrera que ha desaparecido y sobre la cual, sobre las ruinas del modelo de ciudadanía social del estado de bienestar británico, se levanta la incertidumbre de la precariedad laboral, la imposibilidad de realizar un proyecto de vida. Bienestar y postbienestar, ciudadanía social y precariedad laboral.

Por otro lado, la esposa es también la encargada de mantener la paz y la armonía de la casa entre su esposo y sus hijos: un adolescente sumergido en su teléfono móvil y una niña que observa con impotencia como todo en la familia se va a hundiendo. Se puede ver como las interacciones entre los seres humanos conectados tienden a  automatizarse, limando, poco a poco, todo vínculo afectivo. Los jóvenes, al igual que sus padres, son conscientes de la miseria que experimentan, de la explotación que sufren aquellos y de la soledad que padecen. La comunicación constante de los Turner a través de sus teléfonos móviles encuentra cada vez menos la presencia física del cuerpo del otro. La aceleración de la vida social que exige el sistema económico, para continuar su marcha incansable, solo generandesencuentros, soledad y sufrimientos.

Seb Turner (Rhys Stone) es un adolescente desorientado como cualquiera, como los demás estudiantes británicos que parecen resignados a su destino. Consciente de que las cosas andan mal, pero más aún consciente de que no puede hacer nada al respecto. Un adolescente que, enfrentado a un padre explotado y precarizado, debe cargar con las exigencias de un mundo cada vez más deshumanizado, que le intenta imprimir la competencia y los valores “meritocráticos” de rendimiento escolar como promesa de éxito en la vida. Un adolescente que se rebela a su manera, pero que en el fondo no es capaz y no está dispuesto a ello porque las condiciones de la precariedad, la angustia y la competencia consustanciales a la actual organización del trabajo no le permiten el camino hacia la verdadera autonomía y la solidaridad, y le impiden tender redes de solidaridad efectivas, le impiden ver que lo que está mal es la actual estructura del mercado, la no existencia de salidas colectivas. Liza Jane Turner (Katie Proctor) es una niña en edad escolar que bien puede personificar los afectos, la inocencia. Es la encargada de romper, por un instante, con el tono melancólico, dramático y sofocante y nos permite respirar libremente. Protagoniza un momento radiante junto a su padre, con quién en medio de una jornada de trabajo comparten el almuerzo en un paisaje lleno de vida, donde la luminosidad, los colores y el aire disipan la atmósfera asfixiante, regalándonos una postal maravillosa.

Sin embargo, al final, pareciese no haber alternativa al capitalismo. Es un realismo que asusta. Un callejón sin salida alumbrado por el capitalismo del slogan thatcheriano: “no hay alternativa.” La transformación de todo valor personal, social, en valor de cambio. Nada tiene valor, todo tiene un precio. Un mundo donde la precarización del empleo se encargó de desintegrar la proximidad física no sólo entre los trabajadores, sino también entre la familia. Un lugar donde se vive y se compite en condiciones de soledad. Un sistema perverso que se nutre consumiendo la vitalidad humana y social. Un espacio social capturado por las corporaciones. Donde las máquinas, la tecnología y la economía cobran vida, evolucionan al ritmo del agotamiento, cada vez más grande, del ser humano. Los Turner viven juntos como en una prisión de la que intentan escapar cada día, sin saber muy bien cómo. Y donde el éxito económico se puede dar solamente a costa del fracaso de las relaciones humanas, de ser devorado por el sistema.

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