Por Ernesto García
«Preciso es reconocer que el hombre es cosa pasmosamente vana, variable y ondulante, y que es bien difícil fundamentar sobre él juicio constante y uniforme».
Michel de Montaigne.
Hans Blumenberg en «La navegación como violación de fronteras», primer capítulo de su maravilloso libro Naufragio con espectador nos dice que «el hombre conduce su vida y levanta sus instituciones sobre tierra firme. Sin embargo, prefiere concebir el movimiento de su existencia, en su conjunto, mediante la metafórica de la navegación arriesgada». Sin bajarnos de la metáfora náutica Arthur Schopenhauer, el filósofo que se atrevió a ir más allá de los límites invariables de esa isla kantiana «rodeada por un océano ancho y borrascoso», en El mundo como voluntad y representación relata como el hombre, al atravesar ese océano que rodea el mundo habitable y que lo mueve con violencia, se vuelve mero espectador y observador: «El hombre obra respecto al animal como el navegante que en todo momento sabe con exactitud, gracias a la carta de navegación, a la brújula y al cuadrante, su ruta y su posición en el mar respecto a la tripulación ignorante, que sólo ve las olas y el cielo. Por eso es notable, y aun admirable, cómo el hombre vive siempre, junto a su vida in concreto, una segunda vida in abstracto. En la primera está a merced de todas las tormentas de la realidad efectiva y de la influencia del presente: debe afanarse, sufrir y morir igual que el animal. Pero su vida in abstracto, tal y como aparece ante su conciencia racional, es el tranquilo reflejo de la primera y del mundo en que vive».
En el arte «a menudo, la representación de los peligros de alta mar sólo sirven para resaltar la comodidad y la calma, la seguridad y serenidad del puerto en el que se ha de concluir la travesía» que, como describe Schopenhauer, exige la cooperación del observador «del mismo modo que la sonda de un navegante no desciende a las profundidades del mar sino hasta donde su longitud lo permite». A esa mirada no perturbada del espectador y su encuentro con la realidad, como espectador del mundo y de las cosas es a la que hace referencia Hans Blumenberg en su metáfora náutica que emerge de la composición de la obra del romano Lucrecio, De rerum natura, donde se describe la escena imaginaria de un espectador que, desde tierra firme, observa la deriva de los otros en el medio de la tormenta. Lejos del disfrute por parte del espectador del tormento de los otros la imagen de la tormenta también nos remite a la acción de fuerzas invisibles y materiales, articulando dos niveles de realidad entre causas invisibles y efectos visibles. El mar siempre ha sido un símbolo de las pasiones, de lo que lleva de un lugar al otro, de lo imprevisible, de lo que viene a hundir la existencia, produciendo naufragios.
Dice Schopenhauer «el que no actúa, no es» y ser esclavos de las pasiones es siempre ser pasivo ante algo externo, de lo que no tenemos control. Las pasiones no son vicios dice Spinoza, ni tampoco carga un moralismo sobre ellas. Sin embargo, lo que mueve a los seres humanos, para Spinoza, no son las ideas bellas, las ideas de justicia, de equidad, de solidaridad. No es el deber ser, lo que debemos hacer; una idea abstracta a la que debemos adecuar nuestra existencia. Lo que mueve a los seres humanos son las pasiones y su naturaleza forma parte de una totalidad compuesta y fluctuante de elementos en conflicto. Pero Spinoza no se queda en la tierra firme contemplando como las vidas se malogran, se estropean y naufragan, cómo los seres humanos son devorados por el mar de las pasiones. Spinoza es un filósofo sobre la nave, un vigoroso navegante. No es alguien que se queda en tierra firme solo contemplando como los hombres lidian con su existencia. Para Spinoza en cuanto potencia somos activos, pero pasivamente estamos expuestos a causas externas, a una pasividad respecto de esas causas. Una pasión significa no ser nosotros mismos la causa de un efecto que se ha producido en nosotros. Sino que la causa de ese efecto es exterior. Somos conscientes del efecto, pero no de la causa, no solamente no somos la causa, sino que tampoco somos conscientes de la misma.
El siglo de oro del estudio delas pasiones humanas fue el siglo XVII. No se puede pensar la política prescindiendo de las pasiones. El realismo político de Nicolás Maquiavelo, igual que en Spinoza, toma como punto de partida la realidad de la materialidad de la vida humana, de cómo suceden las cosas realmente y no de cómo deberían ser las cosas o los seres humanos.
La inclinación desmedida a la que arrastran las pasiones termina siendo una especie de mala infinitud. Muchas de las pasiones se definen por no tener plenitud posible y su naturaleza es la insaciabilidad. La pleonexia, la inclinación desmedida por bienes que no son necesarios para la vida llevó a Aristóteles a desarrollar la idea de la crematística, de la acumulación sin medida de riquezas que excede lo necesario para vivir.La pleonexia fue traducida por Cicerón como avaricia. Sin embargo, puede ser traducida también como codicia ya que, la avaricia, tiene que ver con un no hacer, un no dar, antítesis de la generosidad. Mientras que la codicia es entendida como deseo de tener más. El ser humano a diferencia de los animales que solo toman lo que usan, puede aumentar su riqueza. Acumular lo que no necesita para vivir. Hoy hay ciertas riquezas que no van ser usadas por las personas que las han acumulado. Ni siquiera por sus hijos o nietos. No sabemos hoy si en el mundo hay más riqueza o más pobreza. Hay mucha riqueza, riqueza acumulada. Esto es lo que Aristóteles considera como anti-natural, la acumulación desmedida de dinero que deshumaniza a quienes se dedican a ello.
El deseo mismo, arrastrado por las pasiones puede ser el que arruina una vida. Los tres grandes poderes de la vida para la filosofía clásica podrían ser, lo que explican lo que los seres humanos hacemos y qué nos mueve. La avaricia, la codicia, como una pasión inclinada a los bienes materiales de manera ilimitada. La ambición de poder, como búsqueda de superioridad que remite a la gloria y al hecho de ser reconocido como superior por otro para ejercer la dominación de otros. Poder político como dominación, poder económico como explotación. Y por último, los placeres que, como dice Spinoza, «son incontables aquellos que, por abusar del placer, aceleraron su propia muerte».
Estos tres poderes que mueven a los seres humanos se agitan en ese mar proceloso de las pasiones. Hoy, el miedo paraliza, no deja actuar, no deja ser. La esperanza, el temor, la desesperación, la fluctuación, la valentía, la audacia, se agitan incansablemente dentro y fuera de nosotros. Si concebimos que una cosa futura es buena y que puede acaecer, nos abrazamos a la esperanza. A la inversa, si juzgamos que la cosa futura es mala nace en nosotros eso que llamamos temor. Hoy atravesamos un mar de incertidumbres, todo se vuelve contingente, todo puede suceder o no suceder, o sucederá necesariamente. Y está en nosotros hacer algo o bien para favorecer que suceda o para impedirlo, «el que no actúa, no es». Cuando algo es bueno y sabemos que sucederá necesariamente se produce esa tranquilidad que llamamos seguridad. Por el contrario, si concebimos que la cosa es mala y que sucederá necesariamente, nace en el alma la desesperación. Si debemos hacer algo para producir una cosa y no tomamos ninguna decisión sobre ello, el alma recibe una forma que Spinoza denomina fluctuación. En cambio, si ella se decide a realizar la cosa y ésta es factible, entonces se llamará coraje; y, si la cosa es difícil de realiza entonces se llama valor o valentía. Hoy la ciudad y las sociedades que las habitan, como un barco arrastrado en el océano de las pasiones humanas, «dónde hay costas e islas, puertos y altamar, arrecifes y tormentas, profundidades y amenazas» por momentos naufraga a la deriva y se hunde entre las pasiones. Por momentos vuelve a tomar el timón con valentía, actúa, para salir rompiendo de en medio de una ola y retomar el rumbo.
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