Por Ernesto García
«Entre las cosas, es necesario comprender, además de los objetos materiales incorporados a la sociedad, los productos de la actividad social anterior, el derecho constituido, las costumbres establecidas, los monumentos literarios y artísticos, etc».
– Émile Durkheim.
Las ciudades son el escenario donde se dan relaciones complejas y conflictivas, siempre presentes, entre diferentes grupos y actores sociales dentro de un mismo espacio que, junto al habitar y la apropiación del mismo, implican una determinada forma de producción del espacio y de relación con la cotidianidad. “Desde la remodelación de Tenochtitlan –dice Rama–, luego de su destrucción por Hernán Cortés en 1521, hasta la inauguración en 1960 del más famoso sueño de urbe que han sido capaces los americanos, la Brasilia de Lucio Costas y Oscar Niemeyer, la ciudad latinoamericana ha venido siendo básicamente un parto de la inteligencia, pues quedó inscripta en un ciclo de la cultura universal en que la ciudad pasó a ser el sueño de un orden y encontró en la tierra del Nuevo Continente, el único sitio propicio para encarnar.”
La producción, los usos y apropiaciones del espacio como así también los cambios producidos en el entorno y el impacto en la vida cotidiana de los habitantes implicaron la adaptación, creación e imposición por parte de los colonizadores de un orden y distribución territorial de personas y cosas. “Los propios conquistadores –según Rama– percibieron progresivamente a lo largo del siglo XVI que se habían apartado de la ciudad medieval en la que habían nacido y crecido para entrar en una nueva distribución del espacio que encuadraba en un nuevo modo de vida, el cual ya no era el que habían conocido en sus orígenes peninsulares. Debieron adaptarse dura y gradualmente a un proyecto que, como tal, no escondía su conciencia razonante, no siéndole suficiente organizar a los hombres dentro de un repetido paisaje urbano, pues también requería que fuesen enmarcados con destino a un futuro asimismo soñado de manera planificada, en obediencia de las exigencias colonizadoras, administrativas, militares, comerciales, religiosas, que irían imponiéndose con creciente rigidez”.
La apropiación del espacio, las relaciones y prácticas culturales que se fueron imponiendo en el quehacer cotidiano de los habitantes de las nacientes ciudades, serían factores determinantes en materia de relaciones sociales y de condiciones objetivas e institucionales que fueron marcando y configurando la trayectoria de vida de los individuos. Al cruzar el Atlántico los conquistadores no sólo habían pasado de un continente viejo a uno presuntamente nuevo, inauguraban también una etapa de capitalismo expansivo. Este modo de cultura universal que se abre paso en el XVI apoyado en las monarquías absolutas de los estados europeos, a cuyo servicio militante se plegaron las iglesias, concentraron rígidamente la totalidad del poder a partir de la cual, se disciplinaba jerárquicamente la sociedad y las ciudades, fueron la punta de lanza de inserción en la realidad de una determinada configuración cultural.
Dentro de ese cauce abierto artificialmente a la fuerza, surgieron esas ciudades “ideales” de la inmensa extensión americana. Regidos por una razón ordenadora que revelaba e iluminaba como una hoguera un orden social jerárquico que, a pesar de los adjetivos con que se acompañaban los viejos nombres originarios que designaban las regiones dominadas (Nueva España, Nueva Galicia, Nueva Granada), los conquistadores no pudieron reproducir el modelo de las ciudades de la metrópoli de que habían partido. El esfuerzo de clasificación, racionalización y sistematización que la misma experiencia colonizadora iba imponiendo, respondiendo ya no a modelos reales, conocidos y vividos, sino a modelos ideales concebidos por la inteligencia, concluyeron imponiéndose pareja y rutinariamente a la medida de sus nuevos dueños.
Para que esta conversión fuera posible, fue indispensable que se transitara a través de un proyecto racional previo, que fue lo que magnificó y a la vez volvió indispensable el orden de los signos, reclamándosele la mayor libertad operativa posible. Al mismo tiempo, tal proyecto exigió, para su concepción y ejecución, un punto de máxima concentración del poder que pudiera pasarlo y realizarlo. Un poder ya visiblemente temporal y humano, aunque enmascarado y legitimado tras los absolutos celestiales. Poder que necesitó de un extraordinario esfuerzo de ideologización para legitimarse.
Roto el velo y resquebrajadas las máscaras religiosas, construirá opulentas ideologías sustitutivas como fuentes máximas en el esfuerzo de legitimación del poder. La traslación de un orden social a una realidad física, en el caso de la fundación de las ciudades latinoamericanas, implicó el previo diseño urbanístico mediante los lenguajes simbólicos de la cultura dominante sujetos a una concepción racional determinada. Basta prestar atención a los nombres de las calles que transitamos, los monumentos, plaza, edificios, para descifrar qué nos dice el espacio que habitamos.