EL PUZLE, LA HUELLA Y LA TORTUGA.

Por Ernesto García
Imagen Martín Vera

«Penetramos hoy en un museo de cavernas de cartón, pero no en el auténtico mundo de las cavernas. Analizamos minuciosamente las fotografías y reproducciones en relieve de aquellas obras. Pero estas han dejado de existir.»

Luis Juan Guerrero.

Reconstruir la vida, la obra o la memoria de un personaje histórico, por más lejano o cercano que pueda estar a nosotros, sobre la base de pequeños indicios, lecturas, charlas es como pararse frente a un rompecabezas monstruoso. Toneladas de papel y ríos de tinta nos arrastran hacia un inmenso océano tras la estela que deja detrás de sí, a medida que avanza y se aleja, una embarcación que guarda los verdaderos secretos del viaje. Estudios, seminarios, biografías, efemérides y comentarios de todo tipo conforman las piezas de un puzle, de un mapa misterioso en el intento de reconstruir y descubrir la imagen oculta. Partes de un todo; piezas de distintas formas y tamaños, de bordes irregulares que van ensamblando un todo, que van desvelando poco a poco sus contornos, que permiten ir reconstruyendo paso a paso la totalidad de la misteriosa figura. Resolver el rompecabezas es poner en juego esa combinación de formas, indagar en los detalles de cada pieza, poner toda nuestra atención en cada una de ellas, por más pequeña que sea, para descubrir el todo oculto en cada parte.

Pero en ese mapa, esa imagen, ese retrato, obtenemos la representación de un modelo, del instante eterno de un ser irrepetible e irreproducible en el tiempo y con el cual siempre somos impuntuales. Dice Séneca en una de sus epístolas morales dirigidas a su querido Lucilio, tratando sobre los seis modos del ser en Platón, a propósito de la distinción entre la idea y el idos: «Como modelo de la pintura dispongo de ti, de quien toma mi inspiración ciertos rasgos para reflejarlos en su obra. Así, esa figura que me alecciona e inspira, de la que saco la imitación es la idea. […] Lo primero es el modelo, lo segundo la forma tomada del modelo y plasmada en la obra; la primera forma la imita el artista, la segunda constituye su obra. La estatua posee una figura determinada; ésta es el idos. El propio modelo a imitación del cual el escultor configuró la estatua, posee también determinada figura; ésta es la idea. Hay aún, si lo deseas, otra diferencia; el idos está en la obra, la idea se halla fuera de la obra, y no sólo es extrínseca a la obra, sino anterior a ella»[1].

En el intento por armar el rompecabezas sucede también lo que con las obras de arte, todo lo que se pueda decir o se haya dicho llega a destiempo, es parcial, incompleto. Dice Benjamin: «Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra. En dicha existencia singular, y en ninguna otra cosa, se realizó la historia a la que ha estado sometida en el curso de su perduración»[2]. Esto vale también para pensar la obra de cualquier personaje y los distintos trabajos que intentan dar cuenta de su vida: manuscritos, textos, publicaciones, libros, traducciones, reediciones conforman la materialidad de un corpus sometido a los vaivenes del tiempo. Cada uno de ellos resaltando distintos aspectos desde diversos puntos de vista que salen de su ámbito original, el cual escapa a su reproducción. El «aura» que rodea al hombre y su obra, esa «manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar)»[3], se diluye. El ensamblamiento de cada pieza en la búsqueda de reconstruir la unicidad con los vestigios de un pasado, por más cercano que pueda estar, se aleja con cada intento, como Aquiles corriendo detrás de la tortuga en la paradoja de Zenón.

 

 

[1] Séneca, Epístolas Morales a Lucilio, Gredos, Madrid, 1986, vol I, p. 332.

[2] Walter Benjamin, Discursos interrumpidos, Planeta-Agostini, Barcelona, 1994, p. 20.

[3] Ibidem, p. 24.

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