Por Juan Meza
Rondaba el 2012 y mi viaje a Cuba era un hecho. Luego de un intento fallido un año antes, finalmente se me iba a dar eso que tanto deseaba. Lo pensé y lo re pensé una y mil veces, que haría, que no haría, si conocería algún integrante de la revolución o al mismísimo Fidel.
El itinerario a recorrer era, la primera noche a La Habana y al día siguiente a Trinidad. Ahí parar una semana para luego partir a Bayamo, Santiago y Baracoa para volver a La Habana los últimos dos días para conocerla y recorrerla bien, y para ver si en una de esas tenía la posibilidad de ver aunque sea el auto en el que iba Fidel.
En La Habana conocí a Raúl, el dueño de la casa donde dormía, con el que tuve poco tiempo para hablar, era algo que me quedó pendiente, porque tenía una mirada distinta a la mía en cuanto a la realidad latinoamericana que nos tocaba.
Al otro día salí para Trinidad, sabiendo que en las ciudades del interior de la isla era más difícil encontrar a Fidel pero con la certeza que iba a volver a la capital para encontrarlo. Ya en Trinidad me hospedé en casa de Yirina y Chichi. Eran madre e hijo que usaban su casa para hospedar turistas. Yirina me había pedido que le lleve unos CDs de música y en agradecimiento me regaló 2 libros sobre el CHE y 1 sobre Cuba, regalos que hoy tengo en mi humilde biblioteca. Recorriendo esa pequeña gran ciudad llegué a la casa de unos viejitos que hacían sombreros de paja. Ellos me contaron como se vivía antes del triunfo de la revolución. Su relato me estremeció. Las condiciones eran deplorables, no sabían lo que era comer pan por días y días, sus necesidades la tenían que hacer en bolsas y tirarla en algún lugar lejos de su vivienda. Que luego del primero de enero del ’59 la cosa cambió radicalmente y pudieron empezar a gozar y satisfacer las necesidades primarias como todo ser humano. Esa tarde no me había dado cuenta, pero viví en los años 50 en Cuba, al menos unas 5 horas, gracias a esos viejitos.
Luego conocí Santa Clara, donde está el mausoleo del CHE y el museo del ferrocarril, lugar donde cae el ejército de Batista. De allí me fui con terrible sensación de haber conocido, al menos, los objetos que portaba y usaba el CHE pero con la desazón de seguir sin poder conocer a Fidel.
Ya en Bayamo, Juana, la dueña de casa me hospedó y me brindo el mejor desayuno que vi en mi vida, lleno de frutas y panes. Me lo tuve que comer todo porque ese día no iba a comer hasta la noche porque me iba a la Sierra Maestra. El guía tenía un andar bastante ligero el cual me era difícil de seguir por mi asma. Y pensaba que como había el hecho el CHE en haber estado allí y combatido, que yo con mi asma controlado no podía caminar siquiera. En la Sierra conocí la salita del CHE médico, Radio Rebelde y la Comandancia, lugar donde Fidel vivía e idea toda estrategia. Allí estaban las “cosas” que usaba Fidel pero él no, y seguía sin conocerlo. Al bajar de la Sierra para Bayamo nuevamente volví en taxi y el chofer me contaba cómo fue su experiencia en la URSS, cuando le tocó ir a estudiar allí y en lo agradecido que estaba por haber podido vivir eso.
Ya en Santiago, el Moncada fue el que me dejó la boca abierta, cuartel convertido en escuela, como símbolo del porque se luchó y se derramó tanta sangre. A la vuelta del Moncada están las ruinas de lo que era el hospital de Santiago, donde a Fidel lo juzgaron y donde expuso su defensa con la culminación de la famosa frase “la historia me absolverá”. Me transporté a ese momento imaginándome todo, pero era lo mismo, yo quería conocer a Fidel y no lo podía lograr.
De Santiago fui a mi última parada antes de volver a La Habana, Baracoa. Lugar de arena negra y donde el mar salado se funde con el río dulce en un espectáculo de la naturaleza maravilloso. En esa misma playa conocí al bañero del lugar que me hizo cruzar por el rio nadando hacia la casa del hermano, que vivía en el medio de la selva, donde me ofrecieron para comer y beber de todo a cambio de nada, solo por el hecho de hacerlo sin pedir nada a cambio.
De vuelta en La Habana me saqué las ganas de hablar con Raúl, el habanero que me hospedaba. Fue una charla de toda una tarde en la que recorrimos su experiencia en África como combatiente y en cómo veía él la actualidad del continente. Hubo un momento de la charla en el que me sentí realmente muy mal sabiendo que su preocupación pasaba por tener una red de internet muy mala, cuando yo pensaba que en Argentina, como en el resto de los países de Latinoamérica, nos hacemos problemas por el sistema de salud, por la educación, por la inseguridad, por la inflación, por el dólar, etc.
Y por fin me fui a recorrer La Habana, sabiendo que ahora si iba a conocer a Fidel. Fui al museo de la revolución. Conoce el castillo del morro, camine por el morro. Toque las maracas con un saxofonista que me pidió si lo ayudaba. Recorrí toda La Habana vieja y toda La Habana nueva.
Hasta que me di por vencido y supe que ya nunca iba a conocer a Fidel, era imposible cruzárselo.
Ya en el morro nuevamente solo, mirando el ocaso del sol me puse a pensar y llegue a la conclusión que soy un afortunado. Fidel no solo es Fidel como persona. Fidel es Cuba. Fidel vive en cada cubano que tiene un plato de comida en su casa. Vive en un pibe que va a la escuela y luego juega libremente con sus amigos. Vive en cada cubano que goza de un sistema de salud digno. Vive en cada turista, como yo, que camina cualquier barrio de Cuba sin temor a la inseguridad. Vive en Raúl, que me hospedo, vive en la solidaridad de Yirina y de Chichi, vive en los viejitos que hacen sombreros de paja, vive en el bañero de Baracoa y su familia.
El día de mañana, voy a poder contarles a mis hijos que una vez conocí Cuba, que una vez conocí a Fidel.
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