Por Juan Manuel Lazzarino para ANCAP
En un campamento del colegio de monjas al que iba, el profesor de educación física me enseñó un truco de magia. Era simple: tomaba una moneda, la ponía en su mano, y cuando abría la mano la moneda ya no estaba. Tras una caminata de una hora en la que cada cinco minutos le rogué que me lo enseñara, finalmente accedió. Practica mediante, terminé por hacerlo al pié de la letra. Así, en un cumpleaños donde el hijo de Miguel estaba realmente insoportable, me convertí en el mago.
Después aprendí el truco del cigarrillo en todas sus variantes: metértelo en la oreja y sacarlo por la boca, hacerlo atravesar la ropa. Bueno, todas las variantes son esas dos, creo.
Y ya no era sólo en el del hijo de Miguel, que con el paso de los años pasó de ser insoportable a ser uno de mis primeros colaboradores, sino que en cada cumpleaños había casi un momento designado para que yo calmase a los críos de los demás.
No, no iba vestido de mago ni nada. Pero hacía esos dos trucos. No recuerdo cómo fue que pasó y estoy casi seguro de que no lo propuse y fue un espacio que fui encontrando por las necesidades de cada una de las fechas. En algunas fiestas no lo hacía y debo confesar que sentía que me faltaba algo (A un amigo que hacía de payaso le pasó algo parecido, pero bueno, él tendrá que hacer su analogía con Itai Hagman).
Lo raro fue que nunca despertó una vocación en mí: jamás quise ser mago, ni probé con laburar de eso, ni me lo ofrecieron tampoco. Lo hacía sólo en los cumpleaños, aparecía para esos momentos. Entre cumpleaños y cumpleaños jamás se me ocurrió ponerme a practicar, ni hacerlo delante de alguien. Yo entretenía pibes antes de la piñata, nada más.
Me acuerdo del cumpleaños del hijo de Mariano porque llovía a cántaros y me había costado mucho encontrar un salón que no estaba a más de veinte cuadras de mi casa. Entré apurado, pensando en que en cualquier momento iba a tener que apelar a la moneda y el cigarrillo. Dejé la campera en el respaldo de la silla, saludé a los que me iba cruzando mientras iba a buscar a Mariano para preguntarle en qué momento hacían lo de la piñata.
Cuando casi lo estaba por alcanzar se apagaron las luces, se encendió un haz en el medio del salón y salió un flaco de no más de treinta años vestido de negro, con galera y moño. Así no tenés que hacerlo vos, que tenés dos trucos nomás, me dijo Mariano con cara de cómplice, riéndose de mí. Me invitó una cerveza y nos quedamos hablando de fútbol, de Banfield, de Temperley, de Messi.
De lejos lo vi hacer todos los trucos, una bestia. Él sí laburaba de eso y se notaba en cada movimiento. Hasta el hijo de Rubén estaba maravillado –yo no lo podía dejar quieto más de un minuto. En un momento alguien creyó gracioso ponerme junto a él en un desafío de magos: fueron los peores cinco minutos de mi vida. El tipo tenía mil trucos y yo batallaba con una moneda y un cigarro. Yo miraba a mis amigos, que me aplaudían como se aplaude al retador noqueado.
Nunca más volví a hacer magia. ¿Para qué? Este flaco estaba siempre en los cumpleaños de los hijos de mis amigos y lo hacía mejor que yo. Entendí que había sido útil mientras no había un mago, pero esos tiempos ya habían pasado.
Bueno, Luis, con el cariño y el respeto que me merecés por tus años de militancia: sumate al Frente de Izquierda o bajate definitivamente de las elecciones. Son otros tiempos, Luis. Ya contratamos un mago.
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