POLÍTICA PARANOIDE: “LA CULPA ES EL OTRO”

Por Gastón Hirsch

Qué lindo es comenzar a hablar del amor en un texto sobre política, porque si hay algo de lo afectivo de hacer política es ese afán de obrar ética y responsablemente. Eso no
suele ser algo común en el terreno de la clase política argentina. Así las coimas, el accionar en favor de ciertos sectores cuyo propósito es el de explotar a lxs más oprimidxs o, peor
aún, destruir el ecosistema, sostén de todos los seres humanos, entre otras acciones moralmente condenatorias, suelen alejar a aquellxs en quienes nos apoyamos en este “sistema democrático” para representar la totalidad de los intereses (irreconciliables por ciertos) del afán de capitalizarlo. Y esto que es paradójico es lo que reclamamos en el voto a partir de nuestra propia posición de lo que creemos que es el amor. El amor es eso del
otro que nos completa, dado que somos seres incompletos, desprovistos de una falsa complementariedad que se busca en un/a otrx, que a veces no es más que un amor narcisista, es decir, lo que nosotrxs consideramos que es amor, como nosotrxs
consideramos que debemos ser amadxs y qué es eso que ese/a otrx viene a suplir de nuestra falta. Es por ello que ese/a otrx es necesarix para que podamos amar, alguien a quien constituímos a nuestra imagen y semejanza, en quien posamos nuestras expectativas que, obviamente, no se concretan, porque ese otrx es eso, otrx. No soy psicólogo, menos psicoanalista, pero puedo valerme de este concepto para visualizar que, en realidad, eso que detestamos es eso que necesitamos para satisfacer nuestros deseos. Por eso vulgarmente amor y odio están tan íntimamente ligados.

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Así es que nos engañamos pensando que nuestro voto es el que define el bien de la mayoría (o de todxs, ¿por qué no?) a través de representantes que piensan “igual” que nosotrxs. Y claro, “si dos personas piensan igual en todo, puedo asegurar que una de ellas piensa por las dos”(Frase de Sigmund Freud) . Entonces lo que le pedimos a esx otrx es que haga lo que nosotrxs haríamos, despojándonos de toda responsabilidad más que la de asumir que cada equis cantidad de años pasamos por un proceso de selección de candidatxs (que pensamos a nuestra imagen y semejanza) que harán, en el mejor de los casos, algo parecido a lo que
nosotrxs haríamos si fuésemos gobierno. Y lo más triste del asunto es que nos cuesta asumir la responsabilidad de esa elección cuando aquel/la candidatx que escogemos (o no) y que, por elección de la mayoría que participa de la convocatoria triunfa en el acto
electoral, desempeña un papel distinto al que nosotrxs mismxs nos habíamos figurado en nuestras mentes. Allí comienza una especie de trastorno paranoide de la personalidad a través del recurso del “revoleo” para posibilitarnos salir airosxs de una situación de señalamiento de otrxs (que potencialmente se vuelve reclamo) por las decisiones que hemos tomado. Es en ese momento en donde nos opera la acción más profunda que ha
sabido tatuar en nuestras conciencias las religiones judeocristianas: la culpa. “La culpa fue de fulanx por votarlx” o “fueron las lluvias”, incluso “si la minoría hubiese votado al/ a la
candidatx que elegí la cosa sería diferente”. Ahí está la cuestión: somos muy hipócritas. Le echamos la culpa a otrxs por delegar nuestros deseos a un sistema cuya lógica se repite
cíclicamente en la cual confiamos legitimándola sistemáticamente, y cuando nos piden participación activa para modificar el status quo hacemos caso omiso y nos quejamos de aquellxs que sí lo hacen, ya sea en las calles, en las plazas o en espacios de discusión. Nos cuesta mucho sincerarnos y aceptar que hemos errado, que podemos errar, que es normal errar.

Y entonces pregunto: ¿qué le podemos pedir a esxs dirigentes que elegimos? Cuando Mauricio Macri debido al aumento abrupto del dólar echó culpas al electorado por la elección mayoritaria de Alberto Fernández en las PASO, cuando Cristina Fernández de Kirchner inculpó a “los noventas” por la escalada inflacionaria de su gobierno en 2014, cuándo Menem señaló a los sectores de izquierda por no querer la “reconciliación, el mutuo
perdón y la unión nacional” luego de la firma de los indultos por decreto a aquellxs partícipes de los crímenes de Lesa Humanidad durante la sangrienta Dictadura Cívico-Militar entre los años 1976 y 1983, y así podría seguir hasta Adán y Eva, pregunto: ¿Qué le estamos reclamando?

Está claro que odiamos aquello que amamos, aunque suene descabellado. Y eso ocurre porque necesitamos que pase todo aquello que nos enoja para que sintamos la conquista de ese goce que veneramos. Se necesita de esta democracia liberal para pensar en un
modelo progresista superador. Se necesita de candidatxs ineficientes para exigir mayor “productividad” en las acciones. Se necesita criminalizar la pobreza para escapar de la miseria y la pauperización. Se necesita de los delitos para legitimar que este sistema es el mejor, el que más nos conviene, el “mal menor”, el único posible. Lo que seguro no se necesita es preguntarse si todo esto que está tan “ordenado” en este sistema puede
ordenarse de otra manera, porque entonces el fin sería el caos, y no el medio. El orden seduce porque hay necesidad de un caos, detestable, que pueda ser ordenado. Tal vez ese
caos invite a pensar que todo está perdido. Y, entonces, si todo está perdido, podemos animarnos a otra cosa, total: ¿qué podemos perder?

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