Por Ernesto García
“… y en vez de empuñar la lanza
darle al arao con pujanza
y a toda tarea honrada”.
Lussich, A., 1877
Para el escritor y ensayista uruguayo Ángel Rama “la extensión de la poesía gauchesca que, a pesar de sus variaciones, mantuvo sus formas lingüísticas y literaria similares, impone una periodización que atiende a sus rasgos artísticos y al marco histórico que la condiciona, durante todo el siglo XIX”. Fuera del periodo colonial, se pueden registrar cuatro etapas. La primera corresponde al epicentro revolucionario de 1810 hasta 1828-1830. La segunda etapa corresponde a la lucha de facciones. La asunción de los poetas de este periodo de las estructuras creadas en el anterior, fundamentalmente por Hidalgo, establece la existencia del “género poesía gauchesca” que, como tal, será reconocido por los intelectuales cultos de la época. La versatilidad de Hilario Ascasubi (1807-1875) es la contribución central a la instalación del “género” que se enriquece con ritmos variados y con una progresiva disciplina normativa de la lengua gaucha. Como cambio notable a la anterior etapa, los poetas entran al servicio de los partidos políticos y cumplen una función mediadora entre dirigentes y masas analfabetas. El tercer periodo prolonga el magisterio de Hilario Ascasubi y los traslada a su discípulo Estanislao Del Campo (1834-1880). Es un periodo de transición que llega hasta 1870. Su marco histórico es la progresiva imposición del nuevo orden económico liberal. La aparición del Fausto (1866) manifiesta una trasmutación de la gauchesca, haciendo de ella un divertimento elegante y señala el distanciamiento que la sociedad urbana empieza a experimentar respecto a la realidad de los campos. La inauguración del cuarto periodo se puede ubicar con la publicación de Los tres gauchos orientales (1872) de Antonio Lussich (1848-1928) y El gaucho Martín Fierro de José Hernández (1834-1886), el mismo año. La nueva versión que de su poema ofrece Lussich en 1877 y la aparición de La vuelta de Martín Fierro de Hernández en 1879 apuntan a una mitologización del asunto, a una progresiva aceptación del nuevo orden impuesto por el liberalismo, y la aceptación de la derrota rural. Es también el periodo de la imposición de un sistema literario altamente rígido y que se cierra a fines de siglo.
La modernización que se inaugura hacia 1870, fue la segunda prueba a que se vio sometida la ciudad letrada, mucho más riesgosa que la anterior, pero, al mismo tiempo, por la ampliación del circuito que presenció, más rica de opciones y de cuestionamientos. A la ciudad letrada de la modernización le estarían reservadas dos magnas operaciones en las cuales quedaría demostrada la autonomía alcanzada por el orden de los signos y su capacidad para estructurar vastos diseños a partir de sus propias premisas, sustrayéndose a las coyunturas y particularidades del funcionamiento vivo de la realidad. Una de ellas tuvo que ver con el vasto contorno de la naturaleza y las culturas rurales que se habían venido desarrollando autárquicamente. A la primera operación competía la extinción de la naturaleza y de las culturas rurales, inicial proyecto dominador que, por primera vez, de modo militante, llevaron a cabo las ciudades modernizadas, buscando integrar al territorio nacional bajo la norma urbana capitalina.
En ese contexto la poesía gauchesca de Antonio D. Lussich es producto de su experiencia enrolado como soldado (1870-1872) en las filas de Timoteo Aparicio, el caudillo blanco, que se levantó en armas contra las fuerzas gubernistas de don Lorenzo Batlle. Es así como entra en contacto con la tierra y los hombres de su patria, encontrando a sus personajes en un escenario natural. En una carta a uno de sus editores en 1883 escribe: “Debo a esos pobre hijos de nuestras campañas las expansiones más íntimas de mis veinte años. En época luctuosas para la República, he compartido sus alegrías y sus amarguras; los he acompañado en el mejor escenario donde podía exhibirse, en el campamento; he escuchado con placer sus canciones épicas, sus endechas amorosas y sus coplas burlescas e intencionadas; he gozado en sus gratas manifestaciones de contento; he sufrido con el triste relato de sus pesares. Cuántas veces las memorias de aquello tiempos, me absorbe horas enteras de meditación, complaciéndome en recordar los momentos pasados en compañía de esos desheredados de la suerte, tan generosos y valientes, como desgraciados y mal comprendidos”. De esta comprobación nace la fuerza expresiva de los versos que encontramos en Los tres gauchos orientales, gestada luego de la Paz de Abril (1872) y publicada dos meses después.
Ese mismo año irrumpe en el Río de la Plata el clamor de los pueblos vencidos. La aniquilación de las bases económicas de la ruralía va forzando su extinción. El surgimiento del orden neocolonial modifica las sociedades rioplatenses de fines del siglo XIX, mientras el conjunto de escritores cultos, miembros de la burguesía urbana, educados en las universidades capitalinas, van haciendo suyas aquella causa. Las vinculaciones de tipo político y su coparticipación en las guerras civiles contribuyeron para que los poetas adquirieran un mayor conocimiento de los pueblos condenados.
Esta “tradición urbana” debió encarar el problema constituido por la producción cultural de los hombres presuntamente naturales que vivían en esa naturaleza; en realidad, constituido por sus principales construcciones simbólicas como la lengua, la poesía, la narrativa, la cosmovisión, los mensajes históricos, las tradiciones largamente elaboradas, las cuales fluían dentro de un sistema productivo mayormente oral que tenía peculiaridades irreductibles a los sistemas de comunicación urbana. Será José Hernández el que dotará a esta literatura reivindicativa de una expresión nítidamente social, representando el pensamiento del vencido pueblo de los gauchos rioplatenses que revelan la insatisfacción reinante en las poblaciones rurales ante las formas brutales de pacificación de los campos. Es así como en la República Oriental, una vez formada la paz de abril de 1872, y por recomendación de Hernández, es publicada la obra de Lussich, impulsando, luego, a aquel a escribir el Martín Fierro. Como bien dijo Borges: “Lussich fue, muy precisamente precursor de Hernández, pero si Hernández no hubiera escrito el Martín Fierro, inspirado por él, la obra de Lussich sería del todo insignificante y apenas merecería una mención fugaz en las historias de la literatura uruguaya. Lussich crea a Hernández, siquiera de un modo parcial, y es creado por él”. Esta hermandad creativa y rioplatense queda reflejada en uno de los versos de la obra del uruguayo:
Solo respeto a un amigo
que le soy fiel como un perro
es el gaucho MARTÍN FIERRO,
y con orgullo le digo:
yo cabestreando lo sigo
y siempre lo he de seguir.
Juntitos hemos de dir
siguiendo iguales destinos,
que orientales y argentinos
siempre aliados han de vivir.
Por su parte, en su carta-prólogo al Martín Fierro (1872), José Hernández, describe detalladamente, de manera muy similar a lo que le escribirá Lussich a su editor, su tarea investigadora, como de novelista naturalista, para conocer los hombres y las costumbres de que trata en su libro. Concluye diciendo que se empeñó en retratar “lo más fiel que me fuera posible, con todas sus especialidades propias, ese tipo original de nuestras pampas, tan poco conocido por lo mismo que es difícil estudiarlo, tan erróneamente juzgado muchas veces, y que al paso que avanzan las conquistas de la civilización, va perdiéndose casi por completo”. Estas precisiones metodológicas testimonian dos cosas que se repetirán en los libros de la llamada «literatura gauchesca» y, con más amplitud, en muchos otros referidos a las costumbres y a las producciones culturales del campo americano: la aplicación de un instrumental que aspira a ser realista, probo y científico, cuya sola existencia denota la distancia que existe entre el investigador y el objeto observado, entre dos diferentes mundos a los cuales pertenecen: “civilización y barbarie”. La complementaria comprobación de que el estudio se refiere a una especie que ya está en vías de extinción, a la manera de las investigaciones antropológicas sobre remanentes de pueblos primitivos. Investigación civilizada que se aplica a un universo cultural que está desintegrándose y que se perderá definitivamente. Pues, carece de posibilidad evolutiva propia, y en la medida en que ese universo agonizante funciona a base de tradiciones analfabetas y usa un sistema de comunicaciones orales, puede decirse que la letra urbana acude a recogerlos en el momento de su desaparición.
La constitución de la literatura, como un discurso sobre la formación, composición y definición de la nación, habría de permitir la incorporación de múltiples materiales ajenos al circuito anterior de las bellas letras que emanaban de las élites cultas, pero implicaba así mismo una previa homogeneización e higienización del campo, el cual sólo podía realizar la escritura. La constitución de las letras nacionales que se cumple a fines del XIX es el triunfo de la ciudad letrada, la cual, por primera vez en su larga historia, comienza a dominar su contorno. Absorbe múltiples aportes rurales, insertándolos en su proyecto y articulándolos con otros para componer un discurso autónomo que explica la formación de la nacionalidad y establece admirativamente sus valores. Es estrictamente paralelo a la impetuosa producción historiográfica del período que cumple las mismas funciones; edifica el culto de los héroes, situándolos por encima de las facciones políticas y tornándolos símbolos del espíritu nacional; disuelve la ruptura de la revolución emancipadora que habían cultivado los neoclásicos y aun los románticos, recuperando la Colonia como la oscura cuna donde se había fraguado la nacionalidad; redescubre las contribuciones populares, localistas, como formas incipientes del sentimiento nacional; confiere organicidad al conjunto, interpretando este desarrollo secular desde la perspectiva de la maduración nacional, del orden y progreso que lleva adelante el Poder.
Esta domesticación de la letra tiene como trasfondo la domesticación de la tierra y los hombres. “La función de hacer producir al campesino y la tierra se ha transformado, en un régimen económico que se apoya en la constante expansión de las exportaciones, en una suerte de servicio público, donde el hacendado tiene el poder político, administrativo y militar a su servicio”. El sometimiento del campo a la ciudad expresó la culminación de esa oposición entre la ciudad letrada y esa sociedad real ubicada en los contornos de los centros urbanos; la eliminación y asimilación de los elementos que obturaban el avance del proyecto civilizatorio liberal. En el Río de la Plata, en particular, en Uruguay, fue Lorenzo Latorre (1844-1916), “el Luis XI de los feudalismos de bota de potro” quien, dominando al caudillaje y al ejército, va concentrando en sí la autoridad de la ciudad y de la campaña, suprimiendo, por un medio o por otro, los obstáculos al ejercicio del gobierno central: Latorre ha centralizado el país. Pero al debilitar la fuerza que representaba el caudillaje, ha robustecido al ejército de línea, instituyendo el militarismo. A la dictadura del caudillo la ha sustituido la dictadura del Presidente. Ambos sistemas de proyección inversa: aquella provenía de la campaña, afluyendo hacia la capital como una red fluvial que desemboca en el gobierno; ésta, parte del centro de la capital, ramificándose y afluyendo hacia todo el interior. Aquélla se producía por la suma de todos los sentimientos en cantidades cada vez mayores hasta culminar en la cifra total que es el caudillo; ésta se produce por una imposición de la voluntad presidencial, una razón ciega, distribuyéndose a través de la red autoritaria oficial, dividida en proporción siempre menor, hasta llegar hasta las últimas componentes.
La máquina del Estado, trituró entre sus engranajes la rebeldía de la raza gaucha, la sometió a la función electoral pasiva bajo la férula de los comisarios. A medida que la autoridad policial se robustece y extiende, la libertad gaucha disminuye, y con la libertad, las virtudes primitivas del carácter. Obligado a optar entre el sometimiento o la delincuencia, el gaucho se hace humilde, compadre o criminal. La vida se hace difícil: “hay que ser peón o milico”. Aquí se nota la decadencia fatal del tipo gaucho, cuyo espíritu y cuya acción han llenado un siglo de la historia nacional. Producto de condiciones ambientales especialísimas, su cielo histórico es breve: se forma durante el coloniaje, surge en 1810 con la revolución, culmina hacia la mitad de la centuria con los bandos tradicionales, decae a partir de la década de 1870, y se pierde, desvaneciéndose, en los comienzos del nuevo siglo. La ciudad es quien vence al gaucho, y así, “el tipo primitivo y neto de raza de bota de potro, pecho desnudo, vincha, melena y lanza, se va batiendo en retirada de 1880 en adelante, ante el avance del ferrocarril y el robustecimiento de la autoridad policial”. La evolución política operada a través de los gobiernos de Lorenzo Latorre, Máximo Santos, y de Máximo Tajes, en La República Oriental del Uruguay, en etapas sucesivas y diferentes, es el triunfo de la ciudad sobre la campaña.
Como dice David Viñas, “hay dos infiernos en el Martín Fierro: el de la frontera cristiana y el de la toldería. Pero si al final de la primera parte del poema, las expectativas del protagonista de José Hernández, antes de «cruzar el límite», lo llevan a idealizar a los indios, en La vuelta -1879- crispa a un grado tal sus ataques frente al universo de los toldos, que lo «infernal blanco» aparece como la legitimidad definitiva con vistas al rescate dramático del personaje y a su aceptación del proyecto histórico liberal. El drama central de Martín Fierro se instaura sólo en dos infiernos distintos en diverso grado de culpa y de condena, el de los indios respecto de los blancos es una querella entre dos universos: de ahí que al gaucho se lo persiga, se lo utilice, se lo humille, se lo condene o se lo exilie; al indio, lisa y llanamente, se lo elimina. En las tolderías Martín Fierro aparece como lo que es: un heterodoxo; los indios, en cambio, como herejes. En el caso de Uruguay las analogías posibles con el protagonismo de Roca en la Patagonia hay que buscarlas en la política del General Máximo Santos frente a los charrúas. Sobre todo que hay dos elementos, por lo menos, que subrayan ese parentesco: en primer lugar, la negación obstinadamente organizada y difundida de la élite uruguaya de que en su país la presencia de los indios era insignificante en términos numéricos, y que su extinción fue debida, en particular, a una pacífica incorporación a las pautas ofrecidas por la civilización liberal; y en segundo lugar, que el periodo eminentemente civilista que predomina en los últimos años del siglo XIX y que se perfecciona, desde la óptica tradicional, en la batalla de Masoller (1904), puede llevarse a cabo en sus pautas de orden, estabilidad y progreso material en la medida en que tiene como apoyatura, precisamente aquel planteo subyacente.”
Fuente:
Felde Zum, Alberto. Proceso histórico del Uruguay, Montevideo, Arca, 1967.
Halperín Donghi, Tulio. Historia contemporánea de América latina, Madrid-Buenos Aires, Alianza Editorial, 2005.
Lussich, Antonio D. Los tres gauchos orientales, Montevideo, Biblioteca Artigas, 1964.
Rama, Ángel. La ciudad letrada, Montevideo, Arca, 1998.
Rama, Ángel. Los gauchipolíticos rioplatenses, Buenos Aires, Centro editor de América Latina, 1982.
Viñas, David. Indios, ejército y frontera, Buenos Aires, Santiago Arcos editor, 2013.
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