Por Ernesto García
“Todos nuestros filósofos de hoy ven el mundo a través de los lentes que Baruj Spinoza ha pulido, a veces, quizás, sin saberlo.”
Heine
El 24 de noviembre de 1632 nace en Holanda, Baruch Spinoza, cuyo verdadero nombre de pila es el portugués Bento, en hebreo Baruj, en latín Benedictus. Fue criado y educado en la comunidad judío-portuguesa de Amsterdam. Para mediados del año 1655 era un miembro de la congregación al menos nominalmente activo –aunque no necesariamente entusiasta-, que conservaba las apariencias y el deseo de cumplir el requisito de satisfacer las obligaciones básicas. La epidemia de peste ocurrida durante los años 1655 y 1656 en Europa, tras un respiro de casi veinte años desde el último brote, alcanzó en Amsterdam la cifra de diecisiete mil muertos, mientras que en Leiden se acercaron a los doce mil. Época en que la población sefaradí de la ciudad se aproximaba a los doce mil individuos: algo más del uno por ciento de la población total de Amsterdam. No hay registros del número de judíos desaparecidos por causa de la epidemia, pero es razonable suponer que el contagio entre ellos debió alcanzar una cifra proporcional al total, sobre todo entre aquellos que seguían viviendo en el centro más pobre de Vlooienburg.
Su crítica, y más que su crítica, sus actos frente a las enseñanzas que había recibido en su juventud le costó ser excomulgado de la sinagoga portuguesa de Amsterdam el 27 de julio de 1656 a los veintitrés años. El incumplimiento de las prescripciones de la Sinagoga, el conflicto con los jefes de la comunidad judía de Amsterdam, le valió ser víctima de un intento de asesinato por un fanático que intento apuñalarlo. Si bien la puñalada sólo alcanzó dañar su capa, la guardó con el fin de no olvidar el peligro de enfrentarse al fanatismo político y religioso. Como cita Diego Tatián, en su Spinoza disidente, las palabras de Heine: «… estoy convencido de que Benito Spinoza meditó mucho en la ejecución del viejo Van de Erde [sic], y del mismo modo que había estudiado antes la religión gracias al puñal, entendió luego la política con ayuda de sus nudos corredizos». La familia se aleja de él; se torna sospechoso para sus correligionarios por mirar con los ojos críticos lo que los otros veían a través de la devoción y de la fe. En su Tratado teológico-político de 1670, publicado anónimamente y con falso pie de imprenta, el examen crítico de los textos antiguos lo convierte en uno de los iniciadores de la crítica bíblica o quizás lo hace el iniciador de ella.
A mediados del verano de 1661, se encontraba viviendo en Rijnsburg instalado en la casa Herman Homan, un médico químico, situada en la Katwijklann, una calle tranquila en el centro de la ciudad. Fueron probablemente los amigos colegiantes de Amsterdam los que le facilitaron su nueva vivienda. La casa sigue existiendo, y su fachada está adornada, desde 1667 con una piedra que lleva la inscripción en holandés de un pasaje de una obra de teatro de Dirk Camphuysen:
¡Ay! Si todos los hombres fueran sabios
y tuvieran mejor voluntad,
el mundo sería un paraíso.
Más ahora es sobre todo un infierno.
En una habitación de la parte posterior de la casa instaló un equipo pulidor de lentes. Era éste un oficio que debió empezar a practicar mientras estaba en Amsterdam. Hacia el otoño de 1661 era ya conocido como un buen fabricante no solo de gafas, sino también de telescopios y microscopios. Pudo aplicarse, por tanto, a la producción de lentes e instrumentos ópticos como forma de ganarse la vida. Excomulgado y forzado a romper absolutamente toda comunicación con la comunidad judía, y por tanto a abandonar el negocio familiar, tuvo que asegurarse el sustento por otros medios. Por otra parte, tenía suficientes razones filosóficas para dejar el mundo de los negocios, abandonar la persecución del dinero y de otros bienes mudables y dedicarse a la búsqueda del «verdadero bien». Durante toda su vida puso un gran empeño en reducir al mínimo sus necesidades materiales.
Hacia el verano de 1663, la epidemia de peste se extendió nuevamente por el norte de Europa. Aunque tardó algún tiempo en alcanzar su máxima incidencia, esta vez atacó con particular rigor y duró más de seis años. Oldenburg le escribió a Spinoza en 1665 que la enfermedad era tan violenta en Londres que habían tenido que ser suspendidas las reuniones de la Royal Society y que los científicos buscaban refugio en el campo: «Nuestra sociedad filosófica no celebra reuniones públicas en estos peligrosos tiempos». Algunos se han retirado a Oxford con el rey, otros se han desperdigado por la campiña inglesa. Algunos de los miembros no «han olvidado su condición de tales» y continúan trabajando sobre experimentos privados. Oldenburg permaneció en Londres, cumpliendo sus deberes como secretario de la sociedad. Incluso durante una crisis como ésta no perdió nunca una oportunidad de urgir a Spinoza a que publicase sus ideas: «No puedo cerrar esta carta sin insistir una y otra vez en que publique aquellas cosas que usted ha meditado, y no dejaré de instarle hasta que satisfaga mi petición, o al menos hasta que me permita leer alguno de sus escritos» -le escribía el 31 de julio de 1663, justamente antes de declararse la epidemia.
En Amsterdam, donde se dice que tuvo comienzo la epidemia, hubo al menos diez mil muertos en 1663, y al año siguiente esta cifra se elevó a más de veinticinco mil. El diplomático inglés Sir George Downing informaba en julio de 1664 que «en la última semana habían muerto en Amsterdam 739 personas, y la epidemia se había extendido por todo el territorio, invadiendo pueblos y pequeñas aldeas, y penetrando incluso en Amberes y Bruselas». En julio de 1664 Pieter Balling, que perteneció al «círculo» amstelodano de Spinoza, autor de La luz sobre el candelabro (1662), traductor al holandés de los Principios de la filosofía de Descartes y los Pensamientos metafísicos (1664) así como también -según demuestra Akkerman- de las dos primeras partes de la Ética le escribe una carta anunciandole la muerte de su hijo, siendo un niño de corta edad. Spinoza, que tenía una relación muy cordial con Balling, se sintió muy afectado por la dolorosa pérdida sufrida por el amigo que justamente acababa de traducir al holandés su obra sobre Descartes.
“Su última carta […] me causó gran tristeza e inquietud, aunque ésta ha disminuido mucho al constatar con qué prudencia y fortaleza de ánimo ha sabido usted despreciar los golpes de la fortuna, o mejor dicho, de la opinión, en el momento en que dirigen contra usted los más duros ataques. No obstante, mi inquietud se acrecienta de día en día, y por eso le ruego y suplico, por nuestra amistad, que no tenga reparo en escribirme largamente”.
Balling creía que había tenido algunos «presagios» sobre la muerte que acechaba a su hijo, y le escribió a Spinoza pidiéndole su interpretación de este fenómeno y nuestro filósofo además de sus reflexiones le ofrece algunas observaciones reconfortantes sobre los lazos que ligan el alma de un padre con la de su hijo. Balling dijo haber escuchado a su hijo –que acababa de morir el mes anterior debido precisamente a la peste- gemir cuando aún estaba sano del mismo modo en que lo hacía cuando ya estaba enfermo. Spinoza responde que se trata de un producto de la imaginación y concluye: «los efectos de la imaginación que proceden de causas corpóreas no pueden ser jamás presagios de cosas futuras, puesto que sus causas no implican ninguna cosa futura. En cambio, los efectos de la imaginación o imágenes que tienen su origen en la constitución del alma, pueden ser presagios de una cosa futura, porque la mente puede presentir algo que es futuro». Esta fue la última carta encontrada de la correspondencia entre Spinoza y Balling, quien murió probablemente de peste dentro de aquel mismo año. El dolor de Spinoza tuvo que ser grande sin duda, aunque sus expresiones de él fueron probablemente consignadas a las llamas por sus editores póstumos, al igual que una buena parte de otra correspondencia personal.
Durante los años de la epidemia, muchos de los que residían en las ciudades holandesas huyeron al campo. Voorburg se encontraba lo bastante cerca de La Haya y era lo suficientemente grande como para estar a salvo del peligro de contagio. Así pues, aprovechándose de sus conexiones con la familia De Vries, aceptó la invitación de Simón y, en el invierno de 1664, abandonó la ciudad durante varios meses. Permaneció en una casa de campo en las inmediaciones de Schiedam, una villa de tamaño medio cercana a Rotterdam. Cuando se declaró la epidemia, los miembros del clan De Viers se habían retirado a la granja para minimizar los riesgos de contagio. Spinoza se les unió en diciembre y permaneció con ellos hasta septiembre de 1665. Aquella era una hermosa vivienda, con una buena huerta y abundantes árboles frutales a lo largo del río. Pero la visita no debió ser alegre en modo alguno. Uno de los cuñados de Simón De Vries falleció en 1664, probablemente de peste. La misma suerte corrieron luego, la madre, el hermano y la esposa de aquel. Para Simón, a pesar de todo, debió ser gratificante poder pasar con Spinoza tan largo período de tiempo, incluso aunque las circunstancias de la reunión no fueran precisamente agradables.
El pulimento de cristales, nacido no de necesidades totalmente pecuniarias, sino también de intereses científicos, reveló un talento para la óptica práctica, como también una pasión por la observación microscópica y telescópica. A principios de los años de 1670, su fama se había extendido bastante como para que el filósofo Leibniz lo describiera como «un óptico sobresaliente; un notable constructor de instrumentos de observación». Tallar y pulir lentes era en tiempos de Spinoza una ocupación reposada, intensa y solitaria, que demandaba disciplina y paciencia. Pero, por desgracia, no era la más recomendable para su constitución física, porque el polvo del cristal producido durante el proceso aumentó probablemente sus problemas respiratorios y aceleró su temprana muerte en el año 1677 en La Haya.