Por Carlos Pagés
Corría 1977. Yo andaba en uno de mis habituales peregrinajes por disquerías de Capital, en busca de esa música que no llegaba al conurbano. Por lo general evitaba las arterias principales. Además de ejercerse, la fuerza necesita demostrarse, y tanto los milicos como la cana acostumbraban pavonearse con sus Ithacas y fusiles donde más gente había. Volvía a casa con un par de vinilos bajo el brazo cuando recordé que me faltaba el revelador. Me había iniciado en la fotografía hacía muy poco y esas cosas tampoco llegaban al barrio. Tuve que cambiar mi recorrido.
Fue ahí cuando me los crucé, en la esquina de Florida y Viamonte. Un grupo de unos diez o doce jóvenes, piel blanca y pelo corto, entre 18 y 25 años, vestidos con camisas blancas y corbatas azules, formaron una fila transversal al tránsito peatonal, obstaculizando el movimiento de la gente como una guardia pretoriana. Portaban en sendas pértigas dos enormes estandartes verticales de terciopelo granate, con la inscripción “Tradición, Familia y Propiedad” en letras doradas.
Después de cerrar la formación, uno de ellos se adelantó unos pasos y llevándose un megáfono a la boca soltó, con aire solemne y enojo impostado: “Argentinos, únanse a nuestra lucha contra el comunismo, principal enemigo de la civilización”. La gente los miraba de reojo como a marcianos, mientras la policía los rodeaba, indiferente, sin ocuparse en hacer cumplir la prohibición de actividades políticas que había instaurado la dictadura. La impunidad siempre es buena para hacer que el miedo siga vigente.
Mientras me alejaba en dirección a la casa de fotografía seguía escuchando sus consignas, que atravesaban el aire estival como la banda de sonido de una película distópica: “basta de estados opresores”, “nosotros somos el futuro”, “representamos la libertad”, “la propiedad privada es sagrada”, “declaramos la muerte a las viejas formas de la política”, “ningún trapo rojo ensuciará nuestras tradiciones”, decían, entre otros eslóganes, mientras eran bañados por la luz rojiza que bajaba de sus blasones granates, agitados por el sol de la tarde.
Pasaron más de cuarenta años desde este episodio, que podría haber sido surreal si la sangre, la desaparición y la muerte no hubieran arrasado el sur dejando sólo lo real. Sabemos que la historia no se repite. No obstante, lo que se perpetúa cuando las sociedades se entregan mansamente a la frivolidad y el olvido son las ideas y las prácticas que las sumieron en procesos genocidas. Las apariencias cambiaron. La intolerancia, el desprecio y las consignas destituyentes, no. Los pelos cortos y las corbatas ya no están. Pero el resto permanece intacto. Sí, también en los jóvenes.
Para comentar debe estar registrado.