Por Juan Pablo Susel
El primer recuerdo que tengo de un genuino interés por el fútbol es el de un domingo de noviembre de 1987. Ese día, mi viejo se levantó temprano, como era habitual, dejo la pava encendida al mínimo y salió de nuestra casa en Dock Sud para comprar el Clarín y las facturas. Volvió a los 10 minutos y dejo el diario en la mesa. Un titular gigante anunciaba que jugaban River y Boca en el Monumental. Hasta hacía dos años era, por influjo paterno, hincha de Boca, pero a los seis años decidí traicionar el mandato filial y hacerme de la contra en una noche de remontada épica de River frente al Wanderers de Montevideo, en un partido de Copa Libertadores que de casualidad encontré haciendo esos zapings de cuatro canales propios de la vida antes del cable.
A pesar de que ya era de River en esa época el fútbol no me interesaba. Ni siquiera sabía los resultados de los partidos de la fecha. Usaba a River como los grandes declaran su profesión antes de tomarse un avión. Pero ese día algo sucedió. Esa mañana sentí que estaba ante un evento único, algo realmente trascendente. Algo importante nos iba a suceder a nosotros los nadies que habitamos anónimos los días. Entonces,ese día por primera vez en mi vida tome partido de un modo radical. Las acciones arrancaron muy mal para River y todo presagiaba domingo de tormenta. Un penal errado y dos goles de Boca (de la «Chancha» Rinaldi si la memoria no me traiciona) parecían anunciar que ese día finalizaría con el inequívoco sabor de la derrota, pero en el segundo tiempo sucedió lo inesperado. Tres goles de River permitieron remontar el resultado. En el último minuto un penal errado por Comas (excelente delantero que después de jugar en Boca triunfaría en el fútbol mexicano) decreto la victoria épica del equipo de mis amores. Viví el encuentro tensionado en el comedor de casa, mientras mis viejos consumían sus gustos burgueses predilectos: el cine europeo y la música clásica, y yo pateaba pelotas imaginarias y me estremecía por el sonido furioso del estadio, ese sonido que desde chico me pareció lo más parecido a la dicha.
El técnico de River el día que nació mi pasión futbolera era Carlos Timoteo Griguol. Mucho tiempo después, descubrí que ese señor de boina, que se parecía más a un jugador de bochas de los que veía habitualmente en el Parque Lezama era un moderno entrenador de fútbol.Siempre tiendo a pensar que algo sucedió en ese partido inaugural vinculado a las emociones y al frenesí de la jornada que terminó influyendo en mi irrevocable pasión por el fútbol. Así fue que a medida que crecía y mientras en el colegio aprendía un montón de cosas que no me interesaban empecé a estudiar de modo obsesivo la historia del fútbol argentino ante la mirada atónita de mis viejos (ambos psicólogos). En la navidad del 88 mi viejo me regalo un libro que rememoraba la conquista de México 86 desde la mirada particular de Carlos Salvador Bilardo. Leí el libro muchas veces hasta que en una inundación de la década del 90 el libro se mojó y lo tuve que tirar. En esos años de obsesiva formación autodidacta, o eras bilardista o eras menottista. Esas etiquetas vistas con el paso del tiempo se convirtieron en un cliché publicitario. Si eras bilardista eras pragmático y resultadista y te interesaba ganar por sobre todas las cosas. Si eras menottista eras algo similar a un poeta, jugabas un fútbol retrogrado y sin arcos privilegiando la estética por sobre la praxis. En mis primeros años de pasión futbolera fui obviamente bilardista y a partir de los veinte me transformé en menottista (al calor de las obvias lecturas de Eduardo Galeano). Recién cuando maduré, después de mis treinta, pude realizar una síntesis superadora de esa antinomia estéril (como la mayoría de las antinomias). Leyendo descubrí que Griguol tomaba lo mejor de ambos linajes. Era moderno en su concepción del juego incorporando muchas cuestiones del básquet aplicándolas al formato fútbol. Obviamente esas innovaciones en un ambiente tan conservador no eran aprobadas. Por ejemplo,la utilización de las cortinas en el básquet más allá de ofender algún criterio estético era funcionales a la hora de atacar y defender y se insertaron de modo orgánico en los lineamientos conceptuales de un equipo que junto a Estudiantes de la Plata y Argentinos Juniors vinieron a romper la hegemonía de los cinco grandes del fútbol argentino en la década del 80. Griguol fue campeón con Ferro en dos oportunidades. En 1982 venciendo en la final del Nacional de ese año a Quilmes y en 1984 apabullando en la final a River en el propio Estadio Monumental con una actuación sensacional del «Beto» Márcico que era la estrella fulgurante de un equipo notable constituido por jugadores muy destacados como Cuper, el «mago»Garre, Cañete, Agonil, Marchesini, Noremberg y Arregui entre otros iconos del Ferro de aquellos años. La historia grande de Griguol en el fútbol argentino comenzó en la década del 70 cuando salió campeón con Rosario Central con un equipo aguerrido que se hacía fuerte de local. Su trilogía de equipos míticos finalizo con Gimnasia y Esgrima de la Plata en la década del 90 donde se coronó campeón sin corona logrando dos subcampeonatos repletos de momentos de altísimo vuelo futbolístico en un equipo que jugaba realmente bien y que tenía como figuras notorias al mellizo Guillermo Barros Schelotto y al «Beto» Márcico que, después de una década brillando en el fútbol francés y luego de un paso excelente por el Boca de Tabarez y Menotti, terminó reencontrándose con su viejo mentor. De ese equipo tripero recuerdo un mítico 6 a 0 en la bombonera y el habitual y televisado ingreso del equipo platense a la cancha. Griguol recibía a sus jugadores con un golpe en el pecho que era interpretado como una inequívoca señal de aliento.
En estos días de previsible revisionismo sobrevuela la imagen del Griguol ser humano que llenaba a sus jugadores de una serie de valores relacionados con el cuidado del dinero y la importancia de la educación entre otras cuestiones. Su aspecto campechano con su boina siempre a cuestas no debe dejar en un segundo plano sus cualidades profesionales. Griguol fue uno de los hombres más importantes del fútbol argentino de los últimos 50 años llevando la competencia a su máxima expresión. Tuvo a su cargo tres equipos míticos que durante tres décadas pelearon palmo a palmo con los grandes de su época siempre con almas nobles. Ganando y perdiendo esa marca de fábrica siempre se mantuvo.
Hoy que el fútbol del siglo XXI refleja las injusticias de la sociedad potenciando a los clubes grandes por sobre el resto de los equipos es más urgente que nunca recuperar el legado de hombres como Griguol sin los cuales no se puede comprender la obra de Bianchi y Bielsa entre otros técnicos que marcaron escuela en el fútbol argentino corriéndose de los espejitos de colores de las antinomias inciadas al calor del conflicto Bilardo-Menotti. El fútbol de hoy en día en donde el libre mercado y la construcción de sentido de los medios hegemónicos lleva a que se jueguen partidos de fútbol en medio de represiones feroces y con equipos diezmados por el COVID-19 es fundamental y necesario recuperar la serie de enseñanzas y saberes que alguien como Griguol deja como legado. Ante la fría lógica de un sistema deshumanizado una caricia antes de salir a la cancha es un atemporal gesto de resistencia, un inequívoco modo de rebelarse ante todos los males de este mundo.Un modo único de ejercer docencia en un mundo en el que cada vez hacen más falta maestros.
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